domingo, 1 de noviembre de 2015

“Honor a quien honor merece”

Historias cotidianas
“Honor a quien honor merece”
Ernestina Roldán

A Gustavo Sainz  inmemoriam

El Alzheimer es una enfermedad terrible me dijo mi Abuela hace unos días. Recordó entonces los últimos días de mi tía Carmela, de cómo tenía que encerrarla en casa para que no se saliera, porque lo difícil no era salir sino encontrar el regreso. Me contó que muchas veces salió a las calles a buscarla por horas, que a veces estaba al punto del llanto, desesperada, sin saber dónde buscar. Una ocasión estaba tan desesperada que pasó a santiguarse a la iglesia y para su sorpresa, ahí estaba la tía, frente a la imagen de San Antonio, rece que rece frente al santito de las solteras. Otro día la búsqueda fue más corta, Carmela estaba en la recaudería de la colonia, la tendera la conocía así que la mantuvo entretenida un buen rato, a ver si por casualidad alguien pasaba por ella. Vaya sustos que le metía a mi abuela, se le olvidaba comer, las calles, los rostros.
La tía Carmela había sido una buena cuñada, siempre era alegre y cuando regresaba con su esposo, que fue agente de ventas, del norte del país; nos traía recuerdos, bolsas, postales, dulces, siempre mandaba telegramas en los cumpleaños y tenía una paciencia maravillosa con mis hijos; dice mi abue, mientras come lentamente su sándwich de queso blanco con jitomate. En su memoria brillan los buenos recuerdos, por eso ella, cuando la vio sola y de regreso de sus incursiones por Chihuahua o Durango la acepto en su casa, vivieron juntas unos años y el tiempo fue haciendo los surcos mayores en sus rostros y sus corazones más grandes más hermosos.
Me platicó que hubo un momento en que no podía dejarla sola, Carmela se salía a las calles, se caía, olvidaba los rostros, buscaba por toda la casa monedas y si encontraba una, salía en busca de chucherías. Muchas veces la encontraron junto al canasto de pan, desorientada, pero con su bolsita llena. El panadero la regresaba siempre a casa, hasta que un día, cansado de pérdidas, se atrevió a decirle a mi abue, que al principio Carmela cambiaba cualquier moneda por pan y que no le decía nada, pero ya lo hacía muy seguido, que con la pena, le cobraba.
A pesar de que muchos dicen que tengo buena memoria, solo recuerdo que mi abue le decía no te comas eso Carmela, te hace daño, o la regañaba por alguna cosa, pero me platicó mi abue, que lo hacía para que nosotros no supiéramos de su enfermedad y no nos causará lástima o algo por el estilo, yo la verdad nunca me di cuenta, hasta ahora que me contó. Le decía por ejemplo: ¡quédate quietecita! Voy a tender la ropa. Y cuando se daba cuenta, ya estaba en el suelo, y a pedir ayuda a la seño de la papelería o al de la basura para poder levantar a la tía, porque de pronto había perdido la memoria de cómo caminar, o luego, ya muy enferma, se quitaba los sueros en el hospital porque no sabía qué era eso y se quería ir a jugar al campo, cerca de la tienda donde pasó su infancia.
Mi abuelita Lupe, como le decía mi abuelo, tiene un alma tan generosa, como la de la otra tía, la tía Alma que una tarde me sorprendió con un regalo del tamaño de un piano, porque se enteró que me gustaba la música; ella también tuvo que ayudar al gran maestro Bonifaz Nuño en sus últimos días junto con maravillosa hermana que en paz descanse, Don Rubén más que esta enfermedad estaba muy grande, ya había entregado sus mejores años a la juventud mexicana a través de sus cátedras en CU, de sus traducciones, de sus poemas, cómo olvidar ese maravilloso poema cuando una tarde un muchacho trató de “conquistarme con poema ajeno” diciendo: “Amiga a la que amo: no envejezcas. /Que se detenga el tiempo sin tocarte; /que no te quite el manto / de la perfecta juventud. Inmóvil / junto a tu cuerpo de muchacha dulce / quede, al hallarte, el tiempo.” Porque a diferencia de Carmela que buscaba monedas, el sacaba del cajero billetes (sus tarjetas tenían el número escrito) y pagaba con uno de 500 el taxi y además le decía al chofer, quédese con el cambio.  Más que enfermo de Alzheimer, a Don Rubén se le olvidaban las cosas por la edad, pero otra vez tenía a sus ángeles de la guarda, sus sobrinas.
De estas historias cercanas de olvidos, la que me puso la piel chinita fue la de Gustavo Saínz, como un año después de haber asistido a su homenaje en el 2010 en la Casa de la Primera Imprenta en la Ciudad de México, de haber convivido con él y con sus exalumnos y escuchar de su viva voz historias y anécdotas, una noche frente a un ron, Ignacio Trejo Fuentes me comentó con zozobra que Gustavo Sainz tenía Alzheimer, hablamos sobre lo duro que debe ser esta enfermedad en un escritor, imagina de pronto que se te van olvidando los autores, las historias, tu propias experiencias se van quedando en una nube, en un limbo sin retrocesos, sin ayer, el pensarlo nos dio frío, y mejor hablamos de la sus novelas, su experimentación, de su generosidad con el conocimiento. Hace unos días llegó a México la noticia de su muerte, no puede hacerle más que este pequeño homenaje, porque “honor a quien honor merece”. Tus letras viven Gustavo, gracias.


Todos a la escuela

Historias cotidianas
Todos a la escuela
Ernestina Roldán

Esta mañana me costó mucho pararme, mis brazos pesaban más de lo normal, tenía arena en los ojos, mis piernas eran de hierro, al fin logre hacerlo; me hice un café bien cargado. Me senté a disfrutarlo en el sillón. Recordé la fiesta de ayer, unas pizzas a la leña hechas en casa, un vino que parecía multiplicarse entre los árboles y el aroma de la albahaca inundando el ambiente.
            Entreví el río donde a Consuelo se le ocurrió esa idea, hicimos unas barcas con cámaras de llantas viejas, de esas que usaban los coches del abuelo, las amarramos con mecates y cuerdas de plástico y nos fuimos al río, éramos unas amazonas descubriendo el mundo.
            Como ha llovido mucho, la parte del Zahuapan que está por el puente del Molinito, tenía suficiente agua y corriente. Con nuestros shorts azules y sandalias emprendimos el juego, se trataba de guardar el equilibrio y no caerse, subíamos de una en una a nuestra barca, alzábamos las manos como si estuviéramos en la Montaña rusa y nos dejábamos ir, felices, sintiendo el vértigo de la velocidad y el peligro. Consuelo estaba feliz, esta era nuestra preparación para el río subterráneo de Tehuacán. Chela en cambio siempre que le tocaba ponía cara de preocupación, pensándolo bien le daba miedo y se sobreponía a él, no en balde sabía rapelear como ninguna, era la primera en saltar de paracaídas y en subir el Popocatépetl.
            Chela le tenía miedo al agua, pero sabía que era un charco, que nos daba apenas subiendo de la rodilla, y estábamos seguras que este entrenamiento nos ayudaría a poder sortear los peligros del río subterráneo; ese viaje soñado para el que tanto habíamos trabajado. Marcela en cambio, no sólo era buena para conseguir los botes de manteca de cerdo que nos servirían como mochilas, ni para coser los flotadores que habíamos hecho todas a mano, pero que a ella le habían quedado como de costurera profesional; a Marce no le daba miedo nada, se echaba de la barca y cantaba en el trayecto, es más, jugaba con las pequeñas olas que se hacían en la corriente y se tiraba al agua chocolatosa con su sonrisa de triunfo.
            Como no nos bastaba con eso, Angélica, la que sabía hacer tamales y nos enseñó la receta para vender los sábados después de misa, propuso que nos subiéramos a nuestra embarcación de dos en dos para aprender a guardar el equilibrio. Chela puso cara seria, Consuelo sonrió con la mirada, Marce disfruto la idea y a mí, que no era muy buena para el equilibrio me toco aceptar, así que comenzó el nuevo reto.
            Nos subimos a la barca, Chela se subió primero, lo que hacía difícil que yo me subiera sin moverla, imposible, ese tipo de barcas se van con el agua, las cámaras se hunden y no hay manera de poderlas tener en orden, al fin me subí. Chela ya estaba gritando, creo que hasta groserías, pues sus nervios se habían puesto de punta con la inestabilidad de la barca. Marce y Angélica nos empujaron para que fuéramos más rápido, Chela gritó y comenzó a moverse de nervios, cayó al río, dejamos de verla. Bajé en automático a ver a buscarla, Angélica y Consuelo jalaron la barca a la orilla para ver si estaba abajo, fueron segundos llenos de pánico, Chela no aparecía debajo y no se veía para nada, tuve miedo de que hubiera pozas. No, sabíamos que en el Zahuapan no había pozas. De pronto la vimos más allá, como tres metros adelante, pataleando y salpicando agua, Chela trataba de salir de manera horizontal, el pánico la había hecho su presa y la hacía reaccionar con un instinto aterrado. No pensaba. No, encontraba el fondo del río, la arena, las piedras. Ella seguía en el agua buscando una salida que se alargaba cual largo era el río. Nosotros tardamos una eternidad en llegar a ella. El tiempo parecía que alentaba nuestros movimientos, todas gritamos, teníamos el mismo rostro de miedo de Chela al iniciar el día. Al fin ágil como siempre, Marcela llegó hasta Chela, tuvo que pelear con ella , no quería enderezarse, tuve que ayudarla para que sacara la cabeza del agua, maldijo y después de salir del río, toser un poco y recuperar el aliento soltó el llanto, nos acusó de querer ahogarla y no hubo poder humano que la sacara de esa idea.
            Abrí los ojos y me di cuenta que me había vuelto a dormir, a recordar las escenas de hace años, Chela aún tenía eso en la memoria, me lo dijo cuando saboreaba su pizza de salami. Se hacía tarde para el trabajo, para llevar a los niños a la escuela y yo aún recordando mi adolescenia. ¡Ah qué vacaciones! Cuando terminan, uno anda corre que corre, y aunque ya pasaron unos días de haber regresado a clases, aún no me acostumbro y el sueño me gana lentamente. ¡Juanito, apúrale que se hace tarde!