Historias
cotidianas
“Honor a quien honor merece”
Ernestina
Roldán
A
Gustavo Sainz inmemoriam
La
tía Carmela había sido una buena cuñada, siempre era alegre y cuando regresaba
con su esposo, que fue agente de ventas, del norte del país; nos traía
recuerdos, bolsas, postales, dulces, siempre mandaba telegramas en los
cumpleaños y tenía una paciencia maravillosa con mis hijos; dice mi abue,
mientras come lentamente su sándwich de queso blanco con jitomate. En su
memoria brillan los buenos recuerdos, por eso ella, cuando la vio sola y de
regreso de sus incursiones por Chihuahua o Durango la acepto en su casa,
vivieron juntas unos años y el tiempo fue haciendo los surcos mayores en sus
rostros y sus corazones más grandes más hermosos.
Me platicó que
hubo un momento en que no podía dejarla sola, Carmela se salía a las calles, se
caía, olvidaba los rostros, buscaba por toda la casa monedas y si encontraba
una, salía en busca de chucherías. Muchas veces la encontraron junto al canasto
de pan, desorientada, pero con su bolsita llena. El panadero la regresaba siempre
a casa, hasta que un día, cansado de pérdidas, se atrevió a decirle a mi abue,
que al principio Carmela cambiaba cualquier moneda por pan y que no le decía
nada, pero ya lo hacía muy seguido, que con la pena, le cobraba.
A
pesar de que muchos dicen que tengo buena memoria, solo recuerdo que mi abue le
decía no te comas eso Carmela, te hace daño, o la regañaba por alguna cosa,
pero me platicó mi abue, que lo hacía para que nosotros no supiéramos de su
enfermedad y no nos causará lástima o algo por el estilo, yo la verdad nunca me
di cuenta, hasta ahora que me contó. Le decía por ejemplo: ¡quédate quietecita!
Voy a tender la ropa. Y cuando se daba cuenta, ya estaba en el suelo, y a pedir
ayuda a la seño de la papelería o al de la basura para poder levantar a la tía,
porque de pronto había perdido la memoria de cómo caminar, o luego, ya muy
enferma, se quitaba los sueros en el hospital porque no sabía qué era eso y se
quería ir a jugar al campo, cerca de la tienda donde pasó su infancia.
Mi abuelita
Lupe, como le decía mi abuelo, tiene un alma tan generosa, como la de la otra
tía, la tía Alma que una tarde me sorprendió con un regalo del tamaño de un
piano, porque se enteró que me gustaba la música; ella también tuvo que ayudar
al gran maestro Bonifaz Nuño en sus últimos días junto con maravillosa hermana
que en paz descanse, Don Rubén más que esta enfermedad estaba muy grande, ya
había entregado sus mejores años a la juventud mexicana a través de sus
cátedras en CU, de sus traducciones, de sus poemas, cómo olvidar ese
maravilloso poema cuando una tarde un muchacho trató de “conquistarme con poema
ajeno” diciendo: “Amiga a la que
amo: no envejezcas. /Que se detenga el tiempo sin tocarte; /que no te quite el manto / de la
perfecta juventud. Inmóvil / junto a tu
cuerpo de muchacha dulce / quede, al
hallarte, el tiempo.” Porque a diferencia de Carmela que buscaba monedas, el
sacaba del cajero billetes (sus tarjetas tenían el número escrito) y pagaba con
uno de 500 el taxi y además le decía al chofer, quédese con el cambio. Más que enfermo de Alzheimer, a Don Rubén se
le olvidaban las cosas por la edad, pero otra vez tenía a sus ángeles de la
guarda, sus sobrinas.
De
estas historias cercanas de olvidos, la que me puso la piel chinita fue la de
Gustavo Saínz, como un año después de haber asistido a su homenaje en el 2010 en
la Casa de la Primera Imprenta en la Ciudad de México, de haber convivido con
él y con sus exalumnos y escuchar de su viva voz historias y anécdotas, una
noche frente a un ron, Ignacio Trejo Fuentes me comentó con zozobra que Gustavo
Sainz tenía Alzheimer, hablamos sobre lo duro que debe ser esta enfermedad en
un escritor, imagina de pronto que se te van olvidando los autores, las
historias, tu propias experiencias se van quedando en una nube, en un limbo sin
retrocesos, sin ayer, el pensarlo nos dio frío, y mejor hablamos de la sus
novelas, su experimentación, de su generosidad con el conocimiento. Hace unos
días llegó a México la noticia de su muerte, no puede hacerle más que este
pequeño homenaje, porque “honor a quien honor merece”. Tus letras viven
Gustavo, gracias.