domingo, 1 de noviembre de 2015

“Honor a quien honor merece”

Historias cotidianas
“Honor a quien honor merece”
Ernestina Roldán

A Gustavo Sainz  inmemoriam

El Alzheimer es una enfermedad terrible me dijo mi Abuela hace unos días. Recordó entonces los últimos días de mi tía Carmela, de cómo tenía que encerrarla en casa para que no se saliera, porque lo difícil no era salir sino encontrar el regreso. Me contó que muchas veces salió a las calles a buscarla por horas, que a veces estaba al punto del llanto, desesperada, sin saber dónde buscar. Una ocasión estaba tan desesperada que pasó a santiguarse a la iglesia y para su sorpresa, ahí estaba la tía, frente a la imagen de San Antonio, rece que rece frente al santito de las solteras. Otro día la búsqueda fue más corta, Carmela estaba en la recaudería de la colonia, la tendera la conocía así que la mantuvo entretenida un buen rato, a ver si por casualidad alguien pasaba por ella. Vaya sustos que le metía a mi abuela, se le olvidaba comer, las calles, los rostros.
La tía Carmela había sido una buena cuñada, siempre era alegre y cuando regresaba con su esposo, que fue agente de ventas, del norte del país; nos traía recuerdos, bolsas, postales, dulces, siempre mandaba telegramas en los cumpleaños y tenía una paciencia maravillosa con mis hijos; dice mi abue, mientras come lentamente su sándwich de queso blanco con jitomate. En su memoria brillan los buenos recuerdos, por eso ella, cuando la vio sola y de regreso de sus incursiones por Chihuahua o Durango la acepto en su casa, vivieron juntas unos años y el tiempo fue haciendo los surcos mayores en sus rostros y sus corazones más grandes más hermosos.
Me platicó que hubo un momento en que no podía dejarla sola, Carmela se salía a las calles, se caía, olvidaba los rostros, buscaba por toda la casa monedas y si encontraba una, salía en busca de chucherías. Muchas veces la encontraron junto al canasto de pan, desorientada, pero con su bolsita llena. El panadero la regresaba siempre a casa, hasta que un día, cansado de pérdidas, se atrevió a decirle a mi abue, que al principio Carmela cambiaba cualquier moneda por pan y que no le decía nada, pero ya lo hacía muy seguido, que con la pena, le cobraba.
A pesar de que muchos dicen que tengo buena memoria, solo recuerdo que mi abue le decía no te comas eso Carmela, te hace daño, o la regañaba por alguna cosa, pero me platicó mi abue, que lo hacía para que nosotros no supiéramos de su enfermedad y no nos causará lástima o algo por el estilo, yo la verdad nunca me di cuenta, hasta ahora que me contó. Le decía por ejemplo: ¡quédate quietecita! Voy a tender la ropa. Y cuando se daba cuenta, ya estaba en el suelo, y a pedir ayuda a la seño de la papelería o al de la basura para poder levantar a la tía, porque de pronto había perdido la memoria de cómo caminar, o luego, ya muy enferma, se quitaba los sueros en el hospital porque no sabía qué era eso y se quería ir a jugar al campo, cerca de la tienda donde pasó su infancia.
Mi abuelita Lupe, como le decía mi abuelo, tiene un alma tan generosa, como la de la otra tía, la tía Alma que una tarde me sorprendió con un regalo del tamaño de un piano, porque se enteró que me gustaba la música; ella también tuvo que ayudar al gran maestro Bonifaz Nuño en sus últimos días junto con maravillosa hermana que en paz descanse, Don Rubén más que esta enfermedad estaba muy grande, ya había entregado sus mejores años a la juventud mexicana a través de sus cátedras en CU, de sus traducciones, de sus poemas, cómo olvidar ese maravilloso poema cuando una tarde un muchacho trató de “conquistarme con poema ajeno” diciendo: “Amiga a la que amo: no envejezcas. /Que se detenga el tiempo sin tocarte; /que no te quite el manto / de la perfecta juventud. Inmóvil / junto a tu cuerpo de muchacha dulce / quede, al hallarte, el tiempo.” Porque a diferencia de Carmela que buscaba monedas, el sacaba del cajero billetes (sus tarjetas tenían el número escrito) y pagaba con uno de 500 el taxi y además le decía al chofer, quédese con el cambio.  Más que enfermo de Alzheimer, a Don Rubén se le olvidaban las cosas por la edad, pero otra vez tenía a sus ángeles de la guarda, sus sobrinas.
De estas historias cercanas de olvidos, la que me puso la piel chinita fue la de Gustavo Saínz, como un año después de haber asistido a su homenaje en el 2010 en la Casa de la Primera Imprenta en la Ciudad de México, de haber convivido con él y con sus exalumnos y escuchar de su viva voz historias y anécdotas, una noche frente a un ron, Ignacio Trejo Fuentes me comentó con zozobra que Gustavo Sainz tenía Alzheimer, hablamos sobre lo duro que debe ser esta enfermedad en un escritor, imagina de pronto que se te van olvidando los autores, las historias, tu propias experiencias se van quedando en una nube, en un limbo sin retrocesos, sin ayer, el pensarlo nos dio frío, y mejor hablamos de la sus novelas, su experimentación, de su generosidad con el conocimiento. Hace unos días llegó a México la noticia de su muerte, no puede hacerle más que este pequeño homenaje, porque “honor a quien honor merece”. Tus letras viven Gustavo, gracias.


Todos a la escuela

Historias cotidianas
Todos a la escuela
Ernestina Roldán

Esta mañana me costó mucho pararme, mis brazos pesaban más de lo normal, tenía arena en los ojos, mis piernas eran de hierro, al fin logre hacerlo; me hice un café bien cargado. Me senté a disfrutarlo en el sillón. Recordé la fiesta de ayer, unas pizzas a la leña hechas en casa, un vino que parecía multiplicarse entre los árboles y el aroma de la albahaca inundando el ambiente.
            Entreví el río donde a Consuelo se le ocurrió esa idea, hicimos unas barcas con cámaras de llantas viejas, de esas que usaban los coches del abuelo, las amarramos con mecates y cuerdas de plástico y nos fuimos al río, éramos unas amazonas descubriendo el mundo.
            Como ha llovido mucho, la parte del Zahuapan que está por el puente del Molinito, tenía suficiente agua y corriente. Con nuestros shorts azules y sandalias emprendimos el juego, se trataba de guardar el equilibrio y no caerse, subíamos de una en una a nuestra barca, alzábamos las manos como si estuviéramos en la Montaña rusa y nos dejábamos ir, felices, sintiendo el vértigo de la velocidad y el peligro. Consuelo estaba feliz, esta era nuestra preparación para el río subterráneo de Tehuacán. Chela en cambio siempre que le tocaba ponía cara de preocupación, pensándolo bien le daba miedo y se sobreponía a él, no en balde sabía rapelear como ninguna, era la primera en saltar de paracaídas y en subir el Popocatépetl.
            Chela le tenía miedo al agua, pero sabía que era un charco, que nos daba apenas subiendo de la rodilla, y estábamos seguras que este entrenamiento nos ayudaría a poder sortear los peligros del río subterráneo; ese viaje soñado para el que tanto habíamos trabajado. Marcela en cambio, no sólo era buena para conseguir los botes de manteca de cerdo que nos servirían como mochilas, ni para coser los flotadores que habíamos hecho todas a mano, pero que a ella le habían quedado como de costurera profesional; a Marce no le daba miedo nada, se echaba de la barca y cantaba en el trayecto, es más, jugaba con las pequeñas olas que se hacían en la corriente y se tiraba al agua chocolatosa con su sonrisa de triunfo.
            Como no nos bastaba con eso, Angélica, la que sabía hacer tamales y nos enseñó la receta para vender los sábados después de misa, propuso que nos subiéramos a nuestra embarcación de dos en dos para aprender a guardar el equilibrio. Chela puso cara seria, Consuelo sonrió con la mirada, Marce disfruto la idea y a mí, que no era muy buena para el equilibrio me toco aceptar, así que comenzó el nuevo reto.
            Nos subimos a la barca, Chela se subió primero, lo que hacía difícil que yo me subiera sin moverla, imposible, ese tipo de barcas se van con el agua, las cámaras se hunden y no hay manera de poderlas tener en orden, al fin me subí. Chela ya estaba gritando, creo que hasta groserías, pues sus nervios se habían puesto de punta con la inestabilidad de la barca. Marce y Angélica nos empujaron para que fuéramos más rápido, Chela gritó y comenzó a moverse de nervios, cayó al río, dejamos de verla. Bajé en automático a ver a buscarla, Angélica y Consuelo jalaron la barca a la orilla para ver si estaba abajo, fueron segundos llenos de pánico, Chela no aparecía debajo y no se veía para nada, tuve miedo de que hubiera pozas. No, sabíamos que en el Zahuapan no había pozas. De pronto la vimos más allá, como tres metros adelante, pataleando y salpicando agua, Chela trataba de salir de manera horizontal, el pánico la había hecho su presa y la hacía reaccionar con un instinto aterrado. No pensaba. No, encontraba el fondo del río, la arena, las piedras. Ella seguía en el agua buscando una salida que se alargaba cual largo era el río. Nosotros tardamos una eternidad en llegar a ella. El tiempo parecía que alentaba nuestros movimientos, todas gritamos, teníamos el mismo rostro de miedo de Chela al iniciar el día. Al fin ágil como siempre, Marcela llegó hasta Chela, tuvo que pelear con ella , no quería enderezarse, tuve que ayudarla para que sacara la cabeza del agua, maldijo y después de salir del río, toser un poco y recuperar el aliento soltó el llanto, nos acusó de querer ahogarla y no hubo poder humano que la sacara de esa idea.
            Abrí los ojos y me di cuenta que me había vuelto a dormir, a recordar las escenas de hace años, Chela aún tenía eso en la memoria, me lo dijo cuando saboreaba su pizza de salami. Se hacía tarde para el trabajo, para llevar a los niños a la escuela y yo aún recordando mi adolescenia. ¡Ah qué vacaciones! Cuando terminan, uno anda corre que corre, y aunque ya pasaron unos días de haber regresado a clases, aún no me acostumbro y el sueño me gana lentamente. ¡Juanito, apúrale que se hace tarde!




martes, 9 de junio de 2015

Gritos y codazos

Historias cotidianas

Gritos y codazos
Ernestina Roldán

Por fin llegamos, realmente son quince minutos caminando y fueron como ocho en combi, pero a mí se me hicieron como chorro cientos de minutos. Ya está todo listo, las sillas puestas y la lona con la foto de Sergio; sin darme cuenta, le meto un codazo a mi compañera con tal de estar más adelante que ella, quiero verlo subir al escenario, ver sus labios de cerca, sus ojos claros que tanto he mirado últimamente por internet. Sé que su padre es muy famoso, que son de alguna manera idénticos, que les gusta el teatro, que Sergio ha sido la voz de unos de mis personajes preferidos. Me descubro más que contenta con la presencia de Sergio. Parece que veo en una película mi codazo hacia Inés para meterme en la primera fila y verlo de cerquita.
Él comienza su lectura, “acuérdate” dice y yo siento cada una de sus silabas clavadas en mi cabeza, no sé en que momento me pierdo entre tantos “acuérdate” y estoy totalmente absorta mirando sus gestos y su rascado continuo de cabeza  ¿tendrá piojos? Me descubro pensando en estos espantosos animales y recuerdo como mi madre le quitaba las liendres a mi hermano con un peine bien cerrado que compró en el tianguis. No, como crees me contesto, como va a tener piojos, de seguro, es un tic, no, no, de seguro es una manera de llamar mi atención. Él sigue leyendo el cuento Rulfo, muchos lo siguen y yo hago un esfuerzo por alejar mis pensamientos y escuchar más, me gusta su alegría y sencillez, me gusta que esté en la escuela y que lea con su voz cámbiate a ratita, a personaje de “Los simpsom’s”. Su voz hoy está frente a mí, no frete al televisor o la película, lo tengo tan cerca que basta atreverme y lo puedo abrazar.
Sergio cambia de tono, comienza a leer una historia de amor que nos pone color jitomate, Rabia se llama, una historia que sucede en Chile entre una mujer dedicada a la limpieza y un albañil;  me recuerda la historia de los abuelos, ella trabajando en una casona de la ciudad, él albañil construyendo el tercer piso, ellos solos en la casona, ellos enamorándose, huyendo de los autos de la ciudad y los domingos de alameda, él trayendo a mi madre a su pueblo, al origen del mole prieto, ella con su tez blanca de Michoacana llegando a Tlaxcala, ellos teniendo hijos, ella en el quehacer de su propia casa, teniendo hijos y luego nietos entre ellos yo como su primogénita.

Sergio me hace volar, su voz me lleva a los recuerdos de infancia, a los codazos,  a atreverme, por eso cuando comenzó a pedir participantes en la lectura alcé la mano, como realmente soy muy tímida pasaron otras niñas, dos o tres leyeron más de la novela Rabia,  otra nos invitó a participar en una revista estudiantil, y yo alzaba y alzaba la mano, nada. Pasó Ilse emocionada por sus famosas de Salas de lectura y de pronto me vi leyendo junto a Sergio, me puse bien nerviosa, porque a diferencia de todos me atreví a decir que soy escritora, que tengo varias novelas, que mis personajes son de ciencia ficción y tienen voz, una voz de ratita o de personaje amarillo, su propia voz, entonces leí desde mi teléfono a una de mis personajes, me equivoqué mucho y no había poder humano que me parara, era mi primera vez anta un público de más de quinientos, estaba poseída por la emoción de leer, había de pronto roto con toda esa timidez que me hace sentarme hasta atrás, que me lleva a la soledad de la lectura, había roto esa tendencia gracias al joven, a la voz de la ratita, leí y leí hasta que mi voz tomó forma, gracias Sergio,  ahora todos saben que tengo voz, que existo, que soy invisible, que escribo, que tengo sueños.

martes, 19 de mayo de 2015

Historias cotidianas de Ernestina Roldán: Adrián, él del Ramo de Rosas

Historias cotidianas de Ernestina Roldán: Adrián, él del Ramo de Rosas: Como desde hace años, desde que Adrián se convirtió en lector convulsivo, este día asiste a la universidad con sus ramo de rosas, la primer...

Adrián, él del Ramo de Rosas

Como desde hace años, desde que Adrián se convirtió en lector convulsivo, este día asiste a la universidad con sus ramo de rosas, la primera vez sus amigos pensaron que se las iba a dar a Lizeth, esa joven que siempre andaba lista para organizar marchas de protesta, reventones y kilómetros del libro, pero no, ahora después dos años, todos conocían sus negras intenciones.
            La pila de libros estaba enorme en las mesas que se habían puesto en el espacio universitario donde había entre otras cosas esculturas de artistas como Federico Silva. Los libros eran de comics, novela, poesía, había también de cocina, tomos de enciclopedias, libros de mapas, hasta de matemáticas sin olvidar los libros de filosofía y cuento. El maestro Conde y todos los alumnos habían tardado meses en recolectarlos para este día, en que celebraríamos la gran fiesta del libro y la rosa.
            Adrián llegó temprano, como buen sabueso saludó a sus compañeros de clase, a las chicas “Yeye”, como les decía René a las lectoras asiduas Bonifáz Nuño, las cervezas, y los grupos de rock; se llevó a Lizeth a platicar sobre el mundo y los problemas sociales atrás de la cafetería, quiso robarle un beso, pero Lizeth estaba decidida a no hacerle caso, esta vez no se imaginaría que ese hombre llamado Adrián dejaría sus vicios por ella, ni siquiera se atrevió a mirar el ramos de flores rojas.
            Los estudiantes solo esperaban la llegada del maestro Conde para iniciar la revuelta, papalotear entre los libros, ojearlos abrirlos para desentrañar sus secretos y elegir el mejor, el más bello, el libro que beberían como si fuera una copa del licor más sabroso, todos estaban atentos también de Adrián y sus técnicas seductoras. Porque era bien sabido que sus vicios eran grandes, decididos, y que además tenía una debilidad enrome por las mujeres, no mejor dicho por una sola mujer, Liz, que además era muy querida por todos por su corazón de azúcar.
            El patio de las esculturas estaba lleno, el maestro Conde dio luz vede para iniciar la fiesta, nadie se acercaba a las mesas, las chicas “Yeye” buscaban incansables a su amiga Lizeth, después del tango que le hizo Adrián en Semana santa, cuando se instaló en huelga en una tienda de campaña y la puso en ridículo con toda la facultad, con los directores, tan sólo porque a ella lo había dejado plantado el viernes antes de vacaciones y se había ido sin preocupaciones con sus amigas scouts. Recuerdo que hasta el Rector vino a la facultad para enterarse del porqué un alumno había instalado sus pancartas de huelga, casi lo expulsan de la escuela pero les causó ternura. Solo a ellos, los maestros, porque lo que es a sus compañero de clase y al mismo Conde ya los tenía hartos.
            De pronto, todos vieron a Lizbeth llorando, los amigos fueron a verla, las chicas “Yeye” la rodearon, el profesor Conde se acercó a indagar, y mientras ellos se arremolinaban para enterarse de que esta vez Adrián en vez de rogarle, le dijo que no, que ya no le importaba ella, ni su mundo de niña scout, ni su corazón de algodón, ni sus labios carnosos… Él, Adrián escogía deleitado los mejores libros que había sobre las mesas, llevaba rosas de sobra escondidas en la mochila y si alguien hubiera visto su cara como la vi yo, hubiera observado esa emoción como de niño ante un helado que surgía de sus ojos, de sus manos al andar de libro en libro, eligiendo.

Cuando llegaron todos a elegir sus libros Adrián estaba en un rincón del patio, bajo una sombra, simplemente leyendo.

sábado, 18 de abril de 2015

Fantasmas en la Federal

Historias Cotidianas
Fantasmas en la Federal
Ernestina Roldán

Foto de Adán Echeverría
El otro día en una reunión de grafiteros conocí a Rey, tiene la tez morena, de un moreno que únicamente se da por estas tierras, sin el arete de caracol marino y sin piercing de la nariz hubiera pasado por un chico cualquiera de veintitantos años, pero sus perforaciones y tatuajes, o llamaban la atención o provocaban rechazo, no importaba la edad o condición social, la gente es así acepta o no las novedades y más cuando se trata del cuerpo humano. Es que pareciera que la agresión realizada en el cuerpo del otro nos afecta y aunque físicamente no hay dolor para los que miramos siempre hay un morbo, un estremecimiento; o por saber si le dolió o por saber si realmente le gusta lucir así. No, no me refiero a un arete de más, a uno coqueto, si no a que muchos de los que gustan de esto son adictos, al sudor, a la adrenalina, al dolor. Rey me desmitificó el asunto, duele pero no mucho, me dijo.
Mi nuevo amigo había pintado varios grafitis y era jurado de unos botes de basura que habían sido grafiteados por jóvenes entusiastas. Esa mañana coincidimos en el aún frío del invierno, me cayó bien su sueño de pintar el mundo color paz, me platicó de sus grafitis y me acordé de unos señores de Monterey que según dicen llevan años pintando poemas en las paredes, de la amiga de mi mamá, una tal Moon, que en los años ochenta pintaba grafitis en las calles de la ciudad de México en busca de la paz en la Guerra del Golfo, de unos alemanes que según las fotografías mientras iban derribando el muro de Berlín iban pintando un enorme grafiti en su memoria. Lo cierto es que Rey no me daba miedo para nada, me cayó tan bien que lo invité a mi fiesta de cumpleaños, para mi sorpresa llegó con sus papás, entonces sí supe lo que es el miedo.
La adrenalina que causa pintar grafitis para un concurso de botes de basura es básicamente muy poca comparada con la emoción que causa pintar las paredes en la noche, mientras los otros duermen y tú, envalentonado, vas y escribes un corazón enorme seguido de la letra K. Sientes como se te sube el corazón cuando ves aparecer las luces de un choche que está a punto de alumbrarte a ti y descubrirte, te logras confundir entre las sombras, respiras profundo cuando te das cuenta que no era la tira. Normalmente te das valor porque andas con tus amigos, sí esos que tu mamá detesta, que tu hermano reprueba y que nadie soporta en la familia, pero tú sí porque son, según dices tus hermanos. Pero ese terror que sólo imaginas y no conoces porque nunca has pintado ni poemas, ni grafitis en tu ciudad, es seguro más pequeño que el que sentí cuando el papá de mi amigo comenzó a contarme la historia de los fantasmas.
Había escuchado que en la Loma se escucha todas las noches a la llorona, algunos dicen que lo que escuchamos son los lamentos nocturnos de una mujer encerrada que parece aullar por sus hijos, pero esta noche, después de apagar las velas de mi pastel supe la terrible noticia de los muertos que deambulan en la secundaria, el papá de Rey tiene años de ser el velador, dice que después de las once se encierra en su pequeño cuartito y pone música a todo volumen porque es aterrador el sonido que emana de las alcantarillas, el olor putrefacto inunda el lugar y a pesar de sellar su guarida todas las noches, el aroma se expande hacia dentro y el sonido aterrador de las cadenas y los lamentos son insoportables. Dice que ya mero se jubila pero le da miedo hacerlo porque ha visto pasar más de diez veladores que inician su rutina y terminan huyendo. Lo peor, nunca más se sabe de ellos.

El señor cuenta que de las alcantarillas salen hombrecitos deformados que comienzan a desplazarse por los patios con su olor putrefacto que se comen todo lo que se mueve hormigas, cucarachas, ratones y que sus ojos paralizan a cualquiera. Dice hace mucho, cuando era joven y aceptó ese trabajo, sintió como los ojos de uno de ellos lo atravesó y lo dejo inmóvil, su cara cambió y se hizo dura, supo entonces que no debía hablar de ellos, tenía que callar, cerrar la puerta de lo que llama su guarida, aguantar el olor putrefacto hasta que, a eso de las dos de la mañana se disipan y vigilar entonces la verdadera maldad, la de los vivos, la de las ratas que de vez en cuando entran a robar como si supieran la hora en que se van los fantasmas. A Rey le empieza aganar el sueño, ha escuchado cien veces la misma historia.  El señor sigue: esos son peores señorita los vivos los que andan con la maldad en este mundo y no más allá por esos espantan, atraviesan con sus miradas y te da un escalofrió que te deja helado, pero los otros los vivos no grafitean la escuela,  ni la espalda, esos te dejan bien frío listo para las velitas, no de pastel señorita, si no las del velatorio y los rosarios.

Siéntate a comer

Historias Cotidianas

Siéntate a comer

Por Ernestina Roldán

A todos los danzantes de huehues, a las mujeres por el 8 de marzo
y al los Federicos que tuvieron su santo.

Mi bisabuela, originaria de Oaxaca, se llamaba Juana, desde muy joven lucía unas trenzas enormes que le llegaba a la cintura, la conocí con el cabello cano, le gustaba el café Legal bien concentrado con leche, los últimos años los pasó en Tlaxcala contándonos historias de cuando trabajaba en una fábrica, de la noche en que sus hermanas se fueron de adelitas de la vecindad en la Colonia Guerrero donde vivió muchos años… En Tlaxcala estuvo sus últimos años, leía las historietas que me gustaban, la Familia Burrón, Archie,Timbiriche, el hombre araña; le gustaba ver desde la ventana el paisaje, la Malintzi y disfrutaba muchísimo las procesiones de semana santa y en especial los Huehues que siempre se ponen a danzar frente a mi casa.
A mamá Juanita, como le decíamos, le gustaba cocinar, hacía unos frijoles refritos deliciosos con aceite de oliva, los movía en el sartén y saltaban hasta formar un molotito, frijoles chinitos los nombrábamos, definitivamente estaba hecha para atendernos porque siempre que le decíamos “siéntate con nosotros” tenía algo que traer de la cocina, una tortilla caliente, el guisado, la servilleta, poner el café, el caso es que recuerdo a todos diciéndole siéntate a comer, y ella respondiendo: si claro ahorita; y realmente no tengo memoria de que se sentara en la mesa, pero sí de sus ojos brillantes frete a los hombres de la máscara y las plumas, yo creo que su tataranieto, al que no conoció, le heredo ese placer por la música, por el baile, por los Huehues, lo digo porque en Tlaxcala el Carnaval se pone en grande, por ejemplo en el Instituto de Cultura hay una exposición de obras relativas a esta fiesta, en la Casa del Artista hay una exposición de Máscaras intervenidas donde se pueden ver los trabajos de consumados pintores, dibujantes, escultores, poetas y hasta editores, en Contla de Juan Cuamatzi los catrines se gastan millonadas en hacer sus trajes y que pensar de los Charros con sus enormes látigos o los plumajes enormes de Tenancingo; las calles de la capital, de las comunidades, de todo el estado se llenaron de música y el pequeño tataranieto se ponía a bailar en cada esquina con su máscara de Huehue y una sábana que quién sabe de dónde saco que utilizaba como capa.
Federico, nombre del tataranieto,  imitaba a los charros con un trapo que pegaba al suelo, a los catrines con su sombrero y jugaba con su máscara de papel a cerrar los ojitos, bailaba y saludaba a los huehues, les gritaba desde una esquina donde los veía bailar hasta que uno de ellos alto, ojos azules y con sus plumas enormes lo cargó y se lo llevó bailando, yo me hubiera asustado muchísimo, de hecho siempre me ha dado miedo que me cierren los ojos, no importan sus colores claros ni con su rostro europeo. Al pequeño Federico parecía no darle miedo, sin embargo, después, cuando el mismo huehue quiso llevárselo a bailar corrió aterrado a mis brazos, al ver su cara casi me pongo a gritar pero él no gritó, no lloró; así que guarde la compostura, porque eso sí, de temblar, temblaba. Luego, al poco rato ya estaba igual, persiguiendo huehues y baile que baile.
Yo creo que Juanita estaría feliz de ver a este pequeño, aunque a ella le tocó otra época, la época en que la mujer no votaba, la época en que sus hermanas se fueron de adelitas siguiendo a sus hombres, la época en que sonaba el toque de queda y no se podía salir de casa, ella me contaba muchas historias y sus trenzas iban adelgazándose con los años, y sus guisos llenaban la mesa con salsitas de chicharrón y tortitas de papa,  longaniza en salsa verde, hasta que llego el día en que a sus 94 años enfermó, pero antes de morir recuerdo bien que me dijo: hija, baila, baila mucho antes de casarte y nunca te salgas de tu casa, nunca te salgas. Por eso en estos días de huehues, la imaginé complacida viendo bailar a mi hijo, y la recordé también como una mujer ejemplar de lucha y fuerza, y eso de no sentarse a comer parece de familia, aún recuerdo a mi padre diciendo a mi abuela, siéntate a comer con nosotros y me escucho a mi misma diciéndole a mi madre: oye ya siéntate a comer.
Correo electrónico: ernestinacalpulalpan@gmail.com



El amor en tiempos de crisis

Historias cotidianas
El amor en tiempos de crisis
Ernestina Roldán
Para Lolita Santacruz Cuapio y Sony Jimenez Islas
Desde que estuvo en preescolar ha llevado uniforme, primero jumper de cuadritos amarillos, luego jumper de cuadrotes amarillos con holanes y guantes blancos, luego se convirtió en lo que llaman por acá en mayate, usaba esas falditas con suéter verde (qué bueno que ya no le tocó la época militar de las secundarias federales que fue el uniforme que generó el apodo), luego la prepa, si le hubiera tocado en la época de sus tías le hubiera podido desde ese momento ser libre e ir a las discotecas a bailar al ritmo de Michael Jackson, pero no, después de 15 años por fin dejaría de usar uniforme, tendría la oportunidad de dejar de ser parte de una masa y ser ella misma, estaba feliz, sus sueños de ser profesionista, química para ser exacta se harían realidad.
Lola se sentía en la orilla se futuro, un mañana prometedor; por eso hoy se levantó con el pie derecho, se puso su uniforme y llegó puntual a clases, luego se fue rumbo al servicio social, se había encariñado con sus jefes, a ella le tocó elegir el árbol de navidad, cortar las tarjetas de navidad, sacar punta a los colores que se utilizarían en el kínder, más de seiscientos colores uno para cada pequeño, habían trabajado en serio, poniendo cientos de papeles en orden, engargolando trabajos, también habían engordado un poco, eso de estar en una oficina las había puesto a prueba y ellas tampoco fueron capaces de decir no, al pastel de navidad, a las tortas de media tarde, a los tamales del día de reyes, al taco de la candelaria, ellas no habrían podo decir no, porque todo era sabroso como sabroso era el vivir entre sus jefes que les enseñaban como sobrevivir en este siglo, como trabajar y que se fueron ganando su corazón, sus corazones, tan es así; que de navidad les compraron unos bombones con chocolate y luego este catorce de febrero, después de festejar con sonrisas con sus amigos de la escuela, y de recibir una paleta de corazón de su pretendiente, Lola junto con su amiga decidieron regarles un pez a sus jefes, así que juntaron en una caja peces rojos, peces de la suerte, peces cariño, para demostrar su amor en tiempos de crisis.
Todos sus jefes fueron felices algunos se preocuparon al no tener pecera, otros recibieron los peces de otros para cuidarlos en sus enormes acuarios, hubo incluso quien, puso cara de ejote pues se imaginó al pez con la panza para arriba. Lo cierto es que cada gesto de Lola y Yanis, hicieron que sus jefes pensaran en un detalle para despedirlas ahora que se acercaba el término de su servicio, les dijeron cosas como te deseo mucho éxito”, palabras que parecieran cualquier cosa pero unidas a la música entonada a capela de las golondrinas, y a la emoción de un cariño real, fueron sacando al cocodrilo que cada una traía dentro, ya no habría más platicas en las combis, ni tortas, ni sacapuntas rotos, ni manos con tijeras haciendo muñequitos o engargolados. Después de las lágrimas hubo panes de San Juan, abrazos y mejores deseos, lo cierto es que cuando hay amor verdadero las crisis pueden pasar desapercibidas, las económicas claro, porque las crisis de amor pues no hay quien pueda con ellas.


Tostado color ámbar.

Tostado color ámbar.


Estabas ahí como todos los días. Desde la noche en que te conocí imaginé tu cuerpo desnudo: alto, delgado, con tu piel-olor a tierra mojada y ese color tostado que te caracteriza como si hubieras regresado de una semana de sol en Acapulco. Mi lanchero te decía, aunque bien me habías dicho que eras físico y de sobra sabía que te la pasabas entre números y máquinas. Llegué a esperar con ansias nuestra cita, tenía ganas de hablar contigo, sentía como lo nuestro iba creciendo, por las noches soñaba con tus besos, con tus manos enormes en las mías. Con el tiempo fue difícil dejarnos y comenzó a sonar el teléfono de casa con tu maravillosa voz que parecía de locutor de radio, esa voz sensual que me invadía el cuerpo y hacía temblar mis piernas fue invadiéndome lentamente. De las palabras te quiero, me gustas, bésame pasamos alas caricias y las horas en el teléfono. Comencé a llamarte y tu madre a imaginar lo nuestro; tu madre se asombraba de nuestra relación, incluso llegué a pensar nos detestaba, que estaba celosa y era lógico desde hacía casi un año no podíamos dejarnos. Mis amigos también me miraban extrañados, me voy, hoy no voy a la fiesta, tengo cosas que hacer, un día tras otro me iba quedando sola y más cerca de ti. Hablábamos de nuestras vidas, del pasado amoroso, de la tristeza infinita de haber estado mucho tiempo solo, pensamos en casarnos y yo imaginaba tu cuerpo desnudo, tus manos quitándome la ropa y hablábamos de cómo serían nuestros cuerpos compartiéndose, de mis mejillas rojas, de mis labios abriéndose a los tuyos. Recuero que me contaste con timidez tu entrega en el trabajo, tus estudios de doctorado y posdoctorado en Francia, de la vez que caminaste por La Gran Vía en Madrid, y ese primer amor al que nuca te atreviste a decirle te quiero por esos miedos al rechazo que, según tú eran parte de tu esencia.
Recuerdo también nuestra gran cita, era un día de invierno, la temperatura apenas comenzaba a bajar y estábamos si acaso a menos dos grados, aún me podía poner ese vestido negro con escote y me lo puse con la ropa interior de encaje que compre, era una tarde especial y estaba decidida a dejar todo por tus brazos, esos brazos fuertes y morenos que imaginaba rodeando mi cintura, pensé que sería la noche del anillo, de los deseos que no se pueden detener, que explotan. Mi vestido, las zapatillas nuevas, el perfume. Llegué a nuestra cita temprano para verte bajar del autobús, la gente me miraba, no es común vestirse así para andar en autobuses, el olor de la central camionera era sudor, campo comida, trabajo, de nada servía mi perfume Avon y me sentía verdaderamente incómoda, ridícula vestida así, pero valía la pena: sería una noche especial, esperaba tus besos. No llegabas.
 Ya había pasado la hora de nuestra cita y por primera vez no eras puntual, los hombres me miraban, hubo algún atrevido que se atrevió a chulearme y de tu voz nada.
Después de un tiempo prudente, a decir verdad había esperado una hora, llamé a casa para ver si había algún recado en la contestadota. Estoy junto al teléfono decías, mi camisa es azul, nuestras miradas se encontraron. Me temblaron las piernas y sentí vértigo, no tenía palabras.
Enmudecí ante tus ojos, enmudecí y temblé, sentí que caía en un pozo profundo y tuve ganas de llorar, hice de tripas corazón y salimos rumbo al café, mudos. Me sentía aún más ridícula vestida así, me sentía incómoda, como iba a verte sin siquiera cumplir el ritual mínimo de una cita, estaba avergonzada de nuestras pláticas amorosas, ruborizada y furiosa, hablamos por primera vez frente a frente y enmudecimos, aceite y agua, no sabía como salir de ahí, sólo quería irme pero me quedé. Escuche tu voz. Hablamos de tu soledad. Tus ojos lujuria me molestaban. Tu piel morena no era tersa, no eras el hombre que había imaginado y sí, eras alto, pero tu voz. Te encontré mil peros y jure no tener más citas a ciegas ni novios por Internet. Odie tus mentiras de alto, delgado con la piel tostada, inteligente, genio, amable y educado, odie mis besos al aire y sobre todo no haberte pedido una foto. Aún así fuimos al cine, no hubo anillo, ni más sueños, nos despedimos con la certeza de no vernos más, yo tampoco era rubia de ojos azules, ni tenia talla 11, ni medía uno sesenta. Lo cierto es que extraño tus llamadas a media noche y esa voz que me hacía imaginar un cuerpo tostado sabor ámbar.

Ernestina Roldán