Tostado color ámbar.
Estabas ahí como todos los días. Desde la noche en que te
conocí imaginé tu cuerpo desnudo: alto, delgado, con tu piel-olor a tierra
mojada y ese color tostado que te caracteriza como si hubieras regresado de una
semana de sol en Acapulco. Mi lanchero te decía, aunque bien me habías dicho
que eras físico y de sobra sabía que te la pasabas entre números y máquinas.
Llegué a esperar con ansias nuestra cita, tenía ganas de hablar contigo, sentía
como lo nuestro iba creciendo, por las noches soñaba con tus besos, con tus
manos enormes en las mías. Con el tiempo fue difícil dejarnos y comenzó a sonar
el teléfono de casa con tu maravillosa voz que parecía de locutor de radio, esa
voz sensual que me invadía el cuerpo y hacía temblar mis piernas fue
invadiéndome lentamente. De las palabras te quiero, me gustas, bésame pasamos alas
caricias y las horas en el teléfono. Comencé a llamarte y tu madre a imaginar
lo nuestro; tu madre se asombraba de nuestra relación, incluso llegué a pensar
nos detestaba, que estaba celosa y era lógico desde hacía casi un año no
podíamos dejarnos. Mis amigos también me miraban extrañados, me voy, hoy no voy
a la fiesta, tengo cosas que hacer, un día tras otro me iba quedando sola y más
cerca de ti. Hablábamos de nuestras vidas, del pasado amoroso, de la tristeza
infinita de haber estado mucho tiempo solo, pensamos en casarnos y yo imaginaba
tu cuerpo desnudo, tus manos quitándome la ropa y hablábamos de cómo serían
nuestros cuerpos compartiéndose, de mis mejillas rojas, de mis labios
abriéndose a los tuyos. Recuero que me contaste con timidez tu entrega en el
trabajo, tus estudios de doctorado y posdoctorado en Francia, de la vez que
caminaste por La Gran Vía en
Madrid, y ese primer amor al que nuca te atreviste a decirle te quiero por esos
miedos al rechazo que, según tú eran parte de tu esencia.
Recuerdo también nuestra gran cita, era un día de invierno,
la temperatura apenas comenzaba a bajar y estábamos si acaso a menos dos
grados, aún me podía poner ese vestido negro con escote y me lo puse con la
ropa interior de encaje que compre, era una tarde especial y estaba decidida a
dejar todo por tus brazos, esos brazos fuertes y morenos que imaginaba rodeando
mi cintura, pensé que sería la noche del anillo, de los deseos que no se pueden
detener, que explotan. Mi vestido, las zapatillas nuevas, el perfume. Llegué a
nuestra cita temprano para verte bajar del autobús, la gente me miraba, no es
común vestirse así para andar en autobuses, el olor de la central camionera era
sudor, campo comida, trabajo, de nada servía mi perfume Avon y me sentía verdaderamente incómoda, ridícula vestida así,
pero valía la pena: sería una noche especial, esperaba tus besos. No llegabas.
Ya había pasado la hora de nuestra cita y por
primera vez no eras puntual, los hombres me miraban, hubo algún atrevido que se
atrevió a chulearme y de tu voz nada.
Después de un tiempo prudente, a decir verdad había esperado
una hora, llamé a casa para ver si había algún recado en la contestadota. Estoy
junto al teléfono decías, mi camisa es azul, nuestras miradas se encontraron.
Me temblaron las piernas y sentí vértigo, no tenía palabras.
Enmudecí ante tus ojos, enmudecí y temblé, sentí que caía en
un pozo profundo y tuve ganas de llorar, hice de tripas corazón y salimos rumbo
al café, mudos. Me sentía aún más ridícula vestida así, me sentía incómoda,
como iba a verte sin siquiera cumplir el ritual mínimo de una cita, estaba
avergonzada de nuestras pláticas amorosas, ruborizada y furiosa, hablamos por
primera vez frente a frente y enmudecimos, aceite y agua, no sabía como salir
de ahí, sólo quería irme pero me quedé. Escuche tu voz. Hablamos de tu soledad.
Tus ojos lujuria me molestaban. Tu piel morena no era tersa, no eras el hombre
que había imaginado y sí, eras alto, pero tu voz. Te encontré mil peros y jure
no tener más citas a ciegas ni novios por Internet. Odie tus mentiras de alto,
delgado con la piel tostada, inteligente, genio, amable y educado, odie mis
besos al aire y sobre todo no haberte pedido una foto. Aún así fuimos al cine,
no hubo anillo, ni más sueños, nos despedimos con la certeza de no vernos más,
yo tampoco era rubia de ojos azules, ni tenia talla 11, ni medía uno sesenta. Lo
cierto es que extraño tus llamadas a media noche y esa voz que me hacía
imaginar un cuerpo tostado sabor ámbar.
Ernestina Roldán
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