sábado, 30 de diciembre de 2017

Historias de Ernestina Roldán.: Ante el espejo

Historias de Ernestina Roldán.: Ante el espejo: Ante el espejo  Ernestina Roldán Para Héctor hoy, aunque era su cumpleaños, tampoco era su día. Desde hacía meses nada le salía bien,...

La casa de los Garro

La casa de los Garro

 Por: Ernestina Roldán

La casa de los Garro era preciosa, vivían en un pueblo que se dedicaba a hacer espuelas de plata, era un lugar extraño, a pesar de sus costumbres arcaicas la mayoría de sus construcciones eran nuevas. En el centro, como en todos los pueblos, estaba una iglesia con la peculiaridad de que parecía barco. Alrededor de ella había un estanque, donde los peces hacían fiesta cada vez que alguien les aventaba migajas. Frente al barco está el palacio municipal, tapizado de talavera.
Una serie de fresnos forman un camino hacia el kiosco, su sombra diaria refresca las tardes siempre calientes del lugar, Antonio me toma de la mano, caminamos entre los árboles, me sudan las manos como hace años que visite ese pueblo de plata. Vamos al barco, me cuenta que para construirlo, todos los habitantes del pueblo ayudaron, tiene madera de cedro por todos lados, hierro forjado, talavera, vitrales y plata, vírgenes, santos, espuelas por todos los rincones. La sombra que da por la noche es verdaderamente especial.
El estómago me va a estallar, no es hambre, es la sensación de tenerlo vacío, es el recuerdo y la inocencia de Toño al pasearme por estas calles tan vistas por mis pies, tan conocidas de otra forma, sin este hueco que me va explotar, quizá en un llanto a destiempo, quizá en nada, seguimos el camino y mis recuerdos parecen lluvia repentina.
Esa tarde era mi primera visita al pueblo y a la casa de los Garro, quede de ver a Alberto a la sombra del sauce más grande, había cuatro y sólo por esa seña reconocí el árbol, cuando Alberto hizo la cita no me atreví a decirle que no sabía nada de árboles, así que, el hecho de que fueran cuatro me solucionó el problema.
Estaba nerviosa, era mi primer encuentro con la familia del que, en pocos meses sería mi esposo. Es terrible que se te haga temprano para una cita, quieres mirar el reloj una y otra vez, como te lo robaron hace días preguntas y preguntas la hora a las personas que pasan; aún no es hora y la espera se te hace eterna. Alberto llega diez minutos retrasado, mientras yo, distraída contaba mentalmente mis pérdidas, de plano me había vuelto muy olvidadiza, todo perdía, los aretes de oro y el otro día pues, hasta mi celular.
Me daba curiosidad el pueblo, las señoras que pasaban con las tortillas para la comida y el sentir que estaba dentro de una casa, esa sensación me daba la talavera que pisaban mis zapatos blancos, no sé cómo se me ocurrió ponerme estos zapatos, de haber sabido que sólo las cuatro calles alrededor del centro estaban pavimentadas, me hubiera venido de mezclilla. Alberto abrazó y caminamos felices rumbo a su casa, a mí me sudaban las manos, era la primera vez que visitaría a su familia, él se reía de mí, me prestaba su pañuelo para que me secara y de nueva cuenta tomar mi mano.
En esos años mis miedos eran del tamaño del sauce. Entramos como por un callejón, las paredes de alrededor eran blancas y altas, al fondo se veían las rejas que formaban la puerta de forja. Hierro en ascuas era mi corazón que andaba dando vuelcos al tocar las campanas de la casa.
Se abrió en automático y me llevó  por un jardín lleno de rosas y con una fuente al centro, allí me dejó sentada mientras iba por no sé qué cosa. Unos niños salieron a mi encuentro, —eres la novia de Beto, eres la novia de Beto. Repetían mientras una mujer china los llamaba por sus nombres, déjenla, les dijo, mientas me sonreía en son de bienvenida. Me extendió la mano, se llamaba Adela y entre el nerviosismo le dije mi nombre, que por supuesto ya sabía.
Adela y yo nos hicimos amigas desde ese instante, luego llegó Alberto y las presentaciones: —Ella es Emilia, es estudiante de química, llevamos un tiempo conociéndonos.
Y la voz del papá, interrumpiendo: —Ya vez yo tenía razón, y tú, que ni la prepa terminaste, mira qué sorpresas e da la vida...
Alberto sacaba los ojos como un buitre, sus padre y toda la familia se dedicaron a hacerlo pedazos, todo era mentira, no era abogado, no tenía trabajo, nada de lo que me había dicho tenía lazos con la realidad. Sí, la familia Garro era preciosa, qué bueno, pensé en ese momento, que lo conocí. De hecho pasé por alto esas mentiras y esa noche salí de su casa feliz, su familia era genial, además de amable y educada, contaban chistes, tocaron la guitarra y repartieron vino. Más tarde, caminé con Alberto por el jardín y no me atreví a decir nada, tenía ganas de reclamarle sus mentiras, pero la paz de su familia y la alegría del día no la quería romper, guardé silencio. Él tampoco se disculpó y transcurrieron los meses.
Un día, una mañana que quisiera no haber vivido, me encontré a la china Adela. Entramos casi al mismo tiempo al supermercado, nos saludamos el calor que traía la canícula nos hacía sudar, de pronto vi mi reloj en su mano ¿pero cómo llegó mi reloj a su mano? Le pregunté dónde lo había comprado, me respondió que se lo había vendido Alberto, por cierto muy barato. Me lo dijo con una sonrisa enorme en los labios, palidecí. Me quedé paralizada, entre balbuceo y tartamudez reclamé mi reloj, le pedí que me lo devolviera, dije que Alberto me había pedido dinero prestado, que una noche en que estuvo en mi casa se desaparecieron unos anillos, que ahora lo confirmaba, Alberto era un raterillo de mierda. Adela, consternada, me lo regresó. Es muy seguro que se lo haya cobrado, o le haya dicho algo porque nunca lo volví a ver.
Ayer que fui con mi esposo a comprar precisamente espuelas, pasamos frente a la casa de los Garro, seguía siendo preciosa, solo que ahora parecía esconder entre sus talaveras, la vergüenza.


martes, 12 de diciembre de 2017

Ante el espejo

Ante el espejo

 Ernestina Roldán

Para Héctor hoy, aunque era su cumpleaños, tampoco era su día. Desde hacía meses nada le salía bien, muchas veces se encontraba irritado, enojado con cada una de las cosas que realizaba, los vecinos insoportables, el perro que no dejaba de ladrar y no lo dejaba dormir, la agencia, la casa, la soledad.
Esta mañana, todo era más raro, más frío, no entendía nada. El perro ladró más que de costumbre cuando pasó por su casa. En el trabajo nadie respondió a sus saludos, bola de mal educados, se dijo. Molesto por la actitud indiferente de sus compañeros entró a su oficina y se aseguró de no subir las persianas. Estaba cansado y arrastraba los pies, encontró su escritorio hecho un desorden, no recordaba haber sacado sus cosas de los cajones. Se recostó un poco en el sillón reclinable, se sentía flotar, veía a sus compañeros alborotados, juntando dinero, pensó que era otra de sus manías por hacer fiestas, que si la coperacha para el pastel, o para los tacos o el pozole, dependiendo de la fecha, los vio y los detestó como el primer día en que puso sus pies en la agencia.
El sopor de las diez de la mañana le hizo su presa, se quedó dormido. Al despertar se dio cuenta de la presencia de la secretaria, era bella, quiso saludarla pero su boca era un nudo, ella no pareció darse cuenta de la presencia de Héctor, sonreía sin prestarle atención y después de recorrer con la mirada el librero de la izquierda, y llevarse unos documentos, salió de la oficina. Héctor, con cara mal humor decidió irse a casa, sus pies acero, hacían juego con su piel hoy especialmente blanca. Cada paso era más lento, inseguro, más torpe que el anterior.
Llegó a su casa, todo estaba hecho un desorden, por rutina movió el brazo como aventando su portafolio hacia el sillón, olía a comida echada a perder, fue a la cocina pero no había desperdicios por ningún lado, pensó que se había metido un animal, o la pestilencia de una casa contigua.
Agobiado, fue al comedor, se sentó frente a su botella, su respiración parecía haber desaparecido, se agarró la cabeza y jalo su cabello, estaba sin hallarse como dicen en los pueblos, los nervios le arrancaban todo gesto con miras de sonrisa, le invadieron el rostro con senderos que parecían de anciano. Un escalofrío recorrió sus brazos, le erizó la piel: Hizo el gesto de servirse un trago, abrió la carta que estaba sobre la mesa, cada renglón era un camino, un gesto marcando su rostro, la memoria llegaba de súbito, lo hacía verse aún más pálido, amarillo, tirándole al azul.
Héctor recordó cada frase, una le dictaba la siguiente y la siguiente, miró la botella, el vaso vació, recordó el momento de su último trago. Su rostro se desencajó, cada arruga en su frente pareció agrandarse. Alterado por sus recuerdos, comenzó a reírse nervioso, su risa, rompió en carcajada estruendosa, cuando se miró, como en un espejo, tendido en el suelo.