La casa de los Garro
Por: Ernestina Roldán
La
casa de los Garro era preciosa, vivían en un pueblo que se dedicaba a hacer
espuelas de plata, era un lugar extraño, a pesar de sus costumbres arcaicas la
mayoría de sus construcciones eran nuevas. En el centro, como en todos los
pueblos, estaba una iglesia con la peculiaridad de que parecía barco. Alrededor
de ella había un estanque, donde los peces hacían fiesta cada vez que alguien
les aventaba migajas. Frente al barco está el palacio municipal, tapizado de
talavera.
Una
serie de fresnos forman un camino hacia el kiosco, su sombra diaria refresca
las tardes siempre calientes del lugar, Antonio me toma de la mano, caminamos
entre los árboles, me sudan las manos como hace años que visite ese pueblo de
plata. Vamos al barco, me cuenta que para construirlo, todos los habitantes del
pueblo ayudaron, tiene madera de cedro por todos lados, hierro forjado,
talavera, vitrales y plata, vírgenes, santos, espuelas por todos los rincones. La
sombra que da por la noche es verdaderamente especial.
El
estómago me va a estallar, no es hambre, es la sensación de tenerlo vacío, es
el recuerdo y la inocencia de Toño al pasearme por estas calles tan vistas por
mis pies, tan conocidas de otra forma, sin este hueco que me va explotar, quizá
en un llanto a destiempo, quizá en nada, seguimos el camino y mis recuerdos
parecen lluvia repentina.
Esa tarde era
mi primera visita al pueblo y a la casa de los Garro, quede de ver a Alberto a
la sombra del sauce más grande, había cuatro y sólo por esa seña reconocí el
árbol, cuando Alberto hizo la cita no me atreví a decirle que no sabía nada de
árboles, así que, el hecho de que fueran cuatro me solucionó el problema.
Estaba
nerviosa, era mi primer encuentro con la familia del que, en pocos meses sería
mi esposo. Es terrible que se te haga temprano para una cita, quieres mirar el
reloj una y otra vez, como te lo robaron hace días preguntas y preguntas la
hora a las personas que pasan; aún no es hora y la espera se te hace eterna.
Alberto llega diez minutos retrasado, mientras yo, distraída contaba
mentalmente mis pérdidas, de plano me había vuelto muy olvidadiza, todo perdía,
los aretes de oro y el otro día pues, hasta mi celular.
Me daba
curiosidad el pueblo, las señoras que pasaban con las tortillas para la comida
y el sentir que estaba dentro de una casa, esa sensación me daba la talavera
que pisaban mis zapatos blancos, no sé cómo se me ocurrió ponerme estos
zapatos, de haber sabido que sólo las cuatro calles alrededor del centro
estaban pavimentadas, me hubiera venido de mezclilla. Alberto abrazó y
caminamos felices rumbo a su casa, a mí me sudaban las manos, era la primera
vez que visitaría a su familia, él se reía de mí, me prestaba su pañuelo para
que me secara y de nueva cuenta tomar mi mano.
En esos años
mis miedos eran del tamaño del sauce. Entramos como por un callejón, las
paredes de alrededor eran blancas y altas, al fondo se veían las rejas que
formaban la puerta de forja. Hierro en ascuas era mi corazón que andaba dando
vuelcos al tocar las campanas de la casa.
Se abrió en
automático y me llevó por un jardín
lleno de rosas y con una fuente al centro, allí me dejó sentada mientras iba
por no sé qué cosa. Unos niños salieron a mi encuentro, —eres la novia de Beto,
eres la novia de Beto. Repetían mientras una mujer china los llamaba por sus
nombres, déjenla, les dijo, mientas me sonreía en son de bienvenida. Me
extendió la mano, se llamaba Adela y entre el nerviosismo le dije mi nombre,
que por supuesto ya sabía.
Adela y yo
nos hicimos amigas desde ese instante, luego llegó Alberto y las
presentaciones: —Ella es Emilia, es estudiante de química, llevamos un tiempo
conociéndonos.
Y la voz del
papá, interrumpiendo: —Ya vez yo tenía razón, y tú, que ni la prepa terminaste,
mira qué sorpresas e da la vida...
Alberto
sacaba los ojos como un buitre, sus padre y toda la familia se dedicaron a
hacerlo pedazos, todo era mentira, no era abogado, no tenía trabajo, nada de lo
que me había dicho tenía lazos con la realidad. Sí, la familia Garro era
preciosa, qué bueno, pensé en ese momento, que lo conocí. De hecho pasé por
alto esas mentiras y esa noche salí de su casa feliz, su familia era genial,
además de amable y educada, contaban chistes, tocaron la guitarra y repartieron
vino. Más tarde, caminé con Alberto por el jardín y no me atreví a decir nada,
tenía ganas de reclamarle sus mentiras, pero la paz de su familia y la alegría
del día no la quería romper, guardé silencio. Él tampoco se disculpó y
transcurrieron los meses.
Un día, una
mañana que quisiera no haber vivido, me encontré a la china Adela. Entramos
casi al mismo tiempo al supermercado, nos saludamos el calor que traía la
canícula nos hacía sudar, de pronto vi mi reloj en su mano ¿pero cómo llegó mi
reloj a su mano? Le pregunté dónde lo había comprado, me respondió que se lo
había vendido Alberto, por cierto muy barato. Me lo dijo con una sonrisa enorme
en los labios, palidecí. Me quedé paralizada, entre balbuceo y tartamudez
reclamé mi reloj, le pedí que me lo devolviera, dije que Alberto me había
pedido dinero prestado, que una noche en que estuvo en mi casa se
desaparecieron unos anillos, que ahora lo confirmaba, Alberto era un raterillo
de mierda. Adela, consternada, me lo regresó. Es muy seguro que se lo haya
cobrado, o le haya dicho algo porque nunca lo volví a ver.
Ayer que fui
con mi esposo a comprar precisamente espuelas, pasamos frente a la casa de los
Garro, seguía siendo preciosa, solo que ahora parecía esconder entre sus
talaveras, la vergüenza.
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