sábado, 21 de abril de 2018

Desesperada


DESESPERADA

Por Ernestina Roldán

A lo lejos se escuchaba esa  cantaleta sabatina “colchones, lavadoras, fierro viejo que venda”. Tenía la opción de deshacerme por fin de todo lo usado, inservible, roto. Tomé la decisión y vi salir los colchones chipotudos, el trastero de la abuela, las sillas arrinconadas, hasta el televisor.  Me dieron doscientos pesos por todo. Ahora sentada en el quicio de la puerta, pienso en la cara que pondrán mis hijos al ver todo el departamento vació, eso sí, les compraré un pollo para cenar; y hasta me alcanzó para un poco de pan para mañana.

jueves, 29 de marzo de 2018

Luna Ciega por Ernestina Roldán


Luna ciega

 Ernestina Roldán

—No sé qué fue: la luna que alimentaba el celo animal de nuestros cuerpos o la neblina que escurría por nuestra piel para convertirse en agua. Estábamos entre las milpas con las manos enlazadas en un suspiro que ascendía al ritmo que marcó nuestro cuerpo. Sudamos. Luego: falda, pantalón, camisa, medias, ojos: ropa como cascada cayó al suelo y se fue con la corriente, nos olvidamos de esposo, niño, novia, casa, perro. Desnudos con el calor de la noche y el lento rumor del aire, nuestro cabello voló en busca de una guirnalda perdida en el desierto. Desierto de ropas hallamos el campo cuando nos disponíamos a partir.

Caminamos protegidos por las sombras de la noche, algunas luces del pueblo se prendieron, un grito y en los separos regresamos a la cotidianidad de siempre. Llegó la novia con: vieja, loca, perversa, chaparra y gorda. Se fueron juntos, la madrugada caló mis huesos.

Desde esa luna no lo he vuelto a ver, Juan y los niños creen que fue un asalto: solo el carcelero me recuerda aquella noche, cada luna hay una renta que pagarle.


jueves, 22 de marzo de 2018

¡Vaya fiesta!


Ernestina Roldán

Rubén llegó a su casa chorreando, con la mochila y útiles mojados, apenas y saludó  con un ya llegué y subió con su mal humor a cambiarse, sus útiles eran tinta corrida por todas partes, los sacó uno a uno y los puso en el piso para que se secaran, fue a darse un baño, apenas había girado la llave del agua cuando escuchó la voz de su hermana:
— ¡Rubén! no te tardes que ya está todo preparado, pero ¿Cómo se te ocurre meterte a bañar? apúrate, ya está todo listo para la comida.
Y él con su humor de la patada, para fiestecita de cumpleaños no estaba, menos con las cubetas de agua en la escuela y para colmo ¡quince!, además; no hacia ni tres meses que había muerto su padre, su viejo querido, y a hermanita se le ocurría hacer un festejo de quince años. En medio de su mal humor se vistió de prisa y bajo con su eternamente ceño fruncido.
En la mesa Marilú, su hermana mayor y madre discutían. Marilú tenía el rostro desencajado, a punto del llanto y su madre negaba con la cabeza, al ver esto Rubén se dijo que ése no era su día. La madre se levantó y lo abrazó efusivamente, más de lo acostumbrado, más aún que cuando le dio la noticia de la muerte de su padre;
—Felicidades, le dijo, eres muy importante para mí, te quiero, siempre te voy a querer, siempre he querido que seas feliz, siempre te voy a seguir queriendo.
Marilú, tímida los invitó a que se sentarán. que no tardaría en llegar Marcos. Para Rubén era comprensible que su madre estuviera nerviosa y pensó que era porque su hermana había invitado al novio a casa, pensó que era lógico que Marilú, después de enviudar, decidiera encontrar otro amor, así que haciendo un esfuerzo por sonreír trató de hablar de otra cosa, preguntó por sus sobrinos, que a qué horas llegaban. Marilú le dijo que estaban en casa de su tía, que éste día, el día de sus quince años, comenzaba a dejar de ser un niño para ser un hombre, que hoy era una fecha muy importante para él, que le dirían los secretos de la familia y que sus sobrinos estaban muy chiquitos para enterarse. Rubén, supuso que Gode se casaba, o que iban a hablar de la herencia y que como ya era un joven este era su regalo, la bienvenida al mundo de los adultos.

Tocaron el timbre, Marilú se arregló el vestido y dirigió a la puerta, de la boca de la madre se escuchó un: 
—No abras hija, Mari no; mejor otro día. Hace tan poco de la muerte de tu padre, que mejor en otro momento platicamos, es muy precipitado ¿no te parece?

Marilú no volteó a mirarla y decidida abrió la puerta, era Marcos. Lo presentó con Rubén. Marcos saludó a la madre como si la conociera de años, se sentó a la mesa, Marilú empezó a servir en silencio la sopa, entre cucharada y cucharada decía: 
—Rubén cumple quince años, que rápido se pasa el tiempo, mamá ¡te das cuenta! ¡Quince años! dentro de poco será un hombre, a esa edad conocí a Marcos ¿se acuerdan?

Marcos callaba y asentía, la madre miraba con atención los labios de Marilú. Rubén, sentía un hueco en el estómago, de plano se decía que hoy no era su día y recordaba los baldes de agua helada sobre su cuerpo, y él, hecho un ovillo junto a los bebederos escolares. Empezó a comer, en silencio, queriendo que ya pidieran la mano, comieran rápido y se fueran, el tal Marcos; le cayó mal desde su entrada: 
— ¡Mucho gusto Rubén! te traje unos patines, feliz cumpleaños.

Viejo hipócrita se decía, mientras Marcos señalaba con la mano una bolsa llena de obsequios. La mesa era un homenaje al silencio, si no contamos los intentos frustrados de Marilú por romperlo. La madre no dejaba de observar a Marilú, cada movimiento, cada gesto, así llegaron al pastel, las mañanitas y todas esas cosas que Rubén detestaba, contaba los segundas para ser libre, ir a su cuarto, estar solo, solo, solo.

Así que se atraganto el pastel y anunció su partida, Marilú le dijo que no se podía ir, que Marcos había venido sólo para conocerlo, que tenían que platicar con él, la madre pareció despertar de un sueño y gritó:
— ¡Gode te digo que desistas! es una tontería, no, no lo hagas.
A Marilú se le escurría la cara de tanto llanto, que apareció de pronto como contenido en el tiempo, abrazaba a Rubén:
— ¡Perdóname Gordo!, ya no puedo no puedo seguir callando, lo hice a la fuerza, Rubén, de verdad yo no quería.
Rubén no entendía nada, la madre dijo:
—Silencio todo, basta de dramas, Rubén esto te incumbe a ti, así que espera unos minutos y escucha, escucha con el corazón hijo, con el corazón.

Hizo una pausa que a Rubén le pareció eterna y continuó:
—Marcos Y Marilú son tus verdaderos padres, cuando ella se embarazó de ti era muy pequeña y decidimos que lo mejor era que...

Rubén dejó de escuchar no podía quitarse la idea de la cabeza, su madre verdadera era su hermana Marilú, ¡no! y ese tipo, no, eso lo estaba soñando, tenía que despertar, quiso salir corriendo, la mano de Marcos lo detuvo: —hijo no me das un abrazo. 

Rubén no pudo, no, no era su padre, papá había muerto hace poco, él había estado allí querían que lo olvidara, no eso no era verdad se decía mientras subía las escaleras del departamento hacía su cuarto. Abajo todo eran gritos. Rubén abrazaba sus libros y cuadernos. Abajo reclamos: Rubén se abrazaba a su mentira. La madre tocaba la puerta, Rubén le grita que se vaya, la madre en la puerta llora, Rubén abre, la abraza como si fuera una rama en el abismo, sólo alcanza a decir: ¿mamá por qué?, ¿por qué?, ¡por qué!


lunes, 12 de marzo de 2018

¿Alguien quiere conocerme? un cuento de Ernestina Roldán




¿Alguien quiere conocerme?




Saben, ayer en la noche me encontré con don Eusebio cuando cerraba la farmacia, no platicamos mucho porque yo quería llegar a mi casa para ver la tele con Natalia y los niños; además venía muy cansado del trabajo en la fábrica y pensando si lo de la huelga valía la pena. Caminaba de prisa cuándo la vi, era terriblemente hermosa. No pude resistir su magia y comencé a seguirla, desapareció abruptamente dejando una nota que decía: “¿Acaso quieres conocerme? Te invito a cenar. Camina toda la Juárez y en Cuauhtémoc dobla a la derecha. Te estaré esperando”.

Seré sincero, en ese momento se me olvidó el cansancio y la televisión, mi paso se apresuró al encuentro. No miré el reloj, las calles estaba cada vez más solas y la luna como bola de fuego me observaba.

Mi curiosidad se hacía más grande a cada paso. Cuando llegué a Cuauhtémoc miré su sombra en la esquina, me llamó, fui a su encuentro. Había dejado en el piso una seña: “Si deseas conocerme camina dos calles, dobla a la derecha y en un bar llamado La escondida preguntas por Pepe. Él te dirá mi dirección. Así lo hice. En el lugar se encontraban puros borrachos, cuando pregunté por aquel hombre todos callaron, me miraron con recelo y alguien, de no muy buen aspecto, se acercó y me dijo: —La princesa quiere verlo, avance siete cuadras y dé vuelta en el callejón, siga entonces dos calles y en el barandal encontrará un recado.

En el barandal de madera una hoja decía: “Señor Alberto, si ha llegado hasta aquí, supongo que acepta usted mi invitación a cenar. Camine zigzagueando de izquierda a derecha hasta topar con pared. Lo estoy esperando. Con respeto, La princesa”.


Para ser franco, en esos momentos me dio un miedo terrible. Me sentí contrariado, ridículo. La belleza de la princesa me tenía totalmente hipnotizado. Había caminado muchas calles y ella se divertía a mis costillas jugando al escondite.  Además seguramente mis hijos y Natalia familia estarían preocupados, miré el reloj instintivamente, se paró a las 10:13, ahora no tenía ni conciencia del tiempo. Estuve a punto de desistir de la cena. Di media vuelta y escuché su voz —Alberto ¿Quieres conocerme? Sígueme.

Con mil preguntas en la cabeza continúe caminando en la forma indicada. Me preguntaba por qué sabía mi nombre, qué le interesaba de mí, a dónde me conducía. Llegué, y al topar con  la pared unas letras luminosas decían: “Te necesito. Ve hacia la derecha, ahí te espero”.

Estaba perdido, había caminado tanto que no sabía el lugar donde me encontraba. La obscuridad de la noche era densa. Las nubes de junio habían tapado con su manto la brillantez de la luna. Me encontraba en un barrio desconocido, nadie en la calle, sólo los recados que me llevaban a perderme cada vez más y sin la voluntad para desistir de conocerla. Además, me necesitaba. ¿Para qué? La curiosidad y el morbo se acrecentaban con los recados, mis pasos se apresuraban a su encuentro.

Las calles pavimentadas dejaron de existir, caminaba en terracería, a la derecha unas calles a la izquierda en otras. No había luz y un aroma pestilente comenzó a provocarme nauseas, un olor a baño público y huevo podrido llenaba el lugar, las casas estaban ahora más separadas y hechas de cartón. Imagino que me encontraba fuera de la ciudad. La princesa me conducía con delicadeza y acrecentando mi curiosidad a, lo que supuse, era su hogar.

Luego se acabaron las calles, las casas; todo era un terreno baldío. Estaba asustado. Pensé en la posibilidad de un asalto, pero si me querían robar no era necesario llevarme hasta donde había llegado; lo hubieran hecho en el callejón, en la pared luminosa, cuando dejó de haber luz. No, no era un asalto. Entonces por qué me llevaba tan lejos. Me preguntaba esto cuando entré por el puente, el olor a caño viejo se hizo más intenso. Caminé por un túnel o cueva totalmente obscura. Su voz me hizo pegar un grito. Se escuchaba diferente, rasposa y vieja, pero estaba seguro que era la misma voz seductora que había escuchado antes:

—Alberto sigue por todo el corredor y no temas, la cena está lista.

Así lo hice, me encontré con un espacio enorme donde unos trozos de madera simulaban una mesa y una piedra servía de banco. El lugar estaba iluminado por una especie de antorchas desconocidas para mí, que daban una luz grisácea. En la mesa, por llamarle de algún modo, había un gran pedazo de carne, un montón de maíz, pan duro, trigo y otros granos que no recuerdo; también había un vino tinto y un vaso de cristal. El espectáculo era realmente aterrador. Di media vuelta para salir huyendo cuando su voz me detuvo.

—Alberto, siéntate, eres mi invitado a cenar, sírvete vino y come lo que desees de la mesa. Esta es tu casa.

Me molestó su actitud, me había invitado a cenar con ella y ahora quería que cenara solo, después de haber caminado infinidad de calles. Su voz había cambiado y ahora tenía unos deseos inmensos de verla. Recuerdo que le dije: —Princesa, ¿me has traído hasta aquí para dejarme comer solo? Deseo verte, platicar contigo. Ella soltó una carcajada que retumbó en mis oídos un buen rato.

—En el momento en que me mires dejarás de desearme, en realidad te he invitado para platicar, deseo saber más de ti, de tus gentes.

Le respondí que platicaríamos todo lo que quisiera con la condición de que se presentara ante mí. La imaginaba realmente hermosa, aunque solo fuera su voz y esos ojos enigmáticos, ascuas que me transportaban a un lugar lleno de diosas. Quería tocarla, saber su aroma, su color de piel.

Cuando la vi estuve a punto de caer desfallecido, sus enormes ojos me miraban fijos, creo que eran intensamente rojos, me perdí totalmente en ellos, medía como tres veces lo que yo mido de estatura y era gorda, llena de pelos en todo el cuerpo. Era realmente hermosa, sus patas o manos terminaban en uñas encorvadas, sus orejas substancialmente chiquitas con el resto de su cuerpo. Sus blancos dientes parecían dos hileras de colmillos humanos. No vi donde terminaba su cola perdida en el túnel de donde salió. Al ver todo esto, imagínense como estaba, asustado, maldecía el momento en que me atrapó. Estaba seguro de que yo sería su cena predilecta. La miraba fijamente, temeroso de que notara mi nerviosismo. Ella comenzó a hablar mientras yo planeaba el momento para escapar y regresar a casa.

—Te he elegido a ti para hablar por ser un poco  más humano que los de tu raza. He venido observando tu conducta desde hace algunos años. Todo lo hemos planeado cuidadosamente los de mi raza. Esta raza que ha sido maltratada y asesinada por la tuya. Estamos hartas de ser perseguidas. La única diferencia entre nosotros es que su desarrollo es diferente. Están más avanzados en su perfeccionamiento, si estuviéramos igual, nosotros sembraríamos nuestra propia comida, nos evitaríamos tener que asaltar los graneros. Y por supuesto no andaríamos mendigando en los basureros de las casas. Te hemos escogido a ti para que les digas a los humanos que estamos desesperados por tanta crueldad, diariamente mueren muchísimos hermanos míos, aplastados, envenenados. Nosotros no les hacemos ningún daño.

Yo estaba completamente asombrado con sus palabras, no sabía que responder. Tenía miedo a ser atacado pues su vos se tensaba y enojaba rotundamente entre más hablaba. Luego me miró con una tristeza profunda diciendo:

—Somos una raza de paz, entre nosotros no nos maltratamos ni hacemos daño, con la masacre diaria de ustedes tenemos suficiente. No entendemos su actitud. La nuestra es de sobrevivencia, tenemos que comer algo y unos granos de los que ustedes desperdician son nuestro alimento. ¿Por qué nos odian tanto?

Nunca pude responderle nada, salí de la cueva y regresé a casa como si conociera el camino, nadie creería lo que me sucedió, nadie. He tratado de regresar a la cueva pero siempre me pierdo. Seguramente tú tampoco me crees, pero si alguna de estas noches encuentras una invitación a cenar acéptala o es que acaso ¿no quieres conocerla?

domingo, 11 de marzo de 2018

Y si despierto


Y si despierto



Te despiertan los grillos. Una noche más dando vueltas por la cama. Decides dejar las cobijas, comer algo. Vas al refrigerador para darte cuenta de que hace días no pasas por el mercado y que nada de lo que hay se te antoja. Eliges tomar agua. Regresas a la habitación, vas directo al espejo para constatar las ojeras de meses.

Son las tres de la mañana y los grillos no callan, enciendes la luz, quizá un poco de lectura te relaje. El repiqueteo constante de los grillos no te permite concentrarte, buscas por todo el departamento el insecticida, son las cuatro y los grillos han callado, intentas dormir un poco, mejor dormir que dispersar ese olor a mata bichos por todas los rincones, te acurrucas, estás a punto de dormir cuando empieza el ajetreo de los camiones, un claxon, un chirriar de llantas, te enderezas, vas por un poco de papel de baño y te haces unas orejeras, ahora sí, te dices, nada será capaz de despertarme. Regresas a tus cobijas bostezando, miras el reloj, las cinco, en una hora tendrás que empezar tu día. Decides retrasar el despertador hasta las siete, te recuestas, el teléfono timbra insistente, con fuerza, estiras el brazo hasta llegar a la bocina, contestas adormilada, un poco mareada y con los ojos pesadísimos, ten llaman porque es la hora de tu clase, les dices que estás cansada, que no vas a ir, que te deje en paz, que se ven más tarde y cuelgas como si ellos fueran los culpables de los grillos. Cierras los ojos y te sientes culpable. Imposible volver a dormir, los grillos han empezado su concierto.

Sales de casa, caminas como entre sueños, el silencio se te hace eterno y lo imaginas como a los grillos que no te dejan dormir, tu silencio es igual y rompes a llorar, regresas a tu departamento con el refrigerador vacío y el concierto de algún grillo que te aturde. 

Emilia tiene los ojos secos dice la gente. La verdad yo la veo igual desde hace cinco años, su rostro moreno brilla de luz donde se pare. Hace meses que no sale conmigo, dice que tiene sueño. La verdad hace meses también que le hago gran parte de su trabajo, lo cierto es que algo le preocupa, no me atrevo a preguntarle porque ella siempre me platica todo pero esta vez se trae algo turbio, seguramente tiene que ver con la muerte de su abuelo. A la mejor le dejaron una herencia. No, me lo habría contado, seguramente es al contrario: le están pidiendo el departamento, eso es, cuando llegue le voy a ofrecer mi casa y asunto solucionado, volverá a ser la de antes y no tendré que ir solo a ningún lado.

Edgar te ha invitado a su casa. No sabes si aceptar. La verdad es que no quisieras dejar tus cosas abandonadas. Además te preocupa la gente. Qué van a decir de ti, de que vivas con un hombre, todavía tienes la ilusión de casarte de blanco, todavía crees en el amor. Por un momento dudas, pero la insistencia del canto de los grillos a pesar del insecticida, te hacen decidirte. Empacas en una pequeña mochila. Sólo será por unos días, te dices, y sales apresurada sintiendo como se alejan los grillos, su rumor.

En el auto, pones algo de música a todo volumen y te sientes libre; tan libre que te sueltas la ridícula cola de caballo que desde hace meses te acompaña. Decides ir a comprar algo para cenar y no llegar a casa de Edgar con las manos vacías. En el fondo tratas de retrasar tu arribo, te sientes turbada, vas a la casa de Edgar como si fueras a una cita amorosa. Eliges un pan de centeno y queso. Sales de la tienda no sin antes mirarte en el espejo y reconocerte bella.

Edgar te está esperando. Te ha cedido su habitación y ha mudado algunas de sus cosas al estudio. Te invita un café y por no caer mal aceptas. Sabes que quizá te haga daño y no puedas dormir, pero lo bebes despacio. Escuchas la voz de Edgar sin entender nada, no dejas de mirar sus labios, tienes ganas de que esos labios te besen. Sabes que él jamás lo hará. Te descubres queriendo estar en sus brazos te ruborizas y él te pregunta que si te sientes mal. Dices que es el café y tienes sueño. Se despiden, cuando giras hacia tu cuarto mueves las caderas, imaginas que te ve, que irá tras de ti, y sí, él te ve pero como desde hace años, se reprime.

En cuanto llegas al cuarto de Edgar te sientes observada. Te desnudas y cubres tu cuerpo con un camisón ligero. Hace frío, y no tardas en estar bajo las cobijas que huelen a Edgar. Su aroma y el silencio te envuelven. Abres un libro que está en el buró. Se va la luz, tienes miedo. Edgar llega con una lámpara de gas butano. Te abraza cuando te ve temblando, en menos de lo que piensas caes en un sueño profundo. Te despiertan un poco sus besos. No puedes moverte del todo pero te sientes bien. Piensas que estás tan lenta en tus movimientos a causa de tantos meses sin dormir. Estás feliz porque ahora Edgar te tiene entre sus brazos, aunque también han dejado de moverse. Sus labios siguen en tu boca. Te besan cada vez más despacio. Tienes ganas de acariciarlo pero no puedes moverte Te molesta un poco su peso e intentas deslizar su cuerpo, imposible, has dejado de sentir la pierna izquierda Piensas que es parte del sueño, ves el reloj, son las seis e intentas ponerte en pie para un nuevo día. Se te cierran los ojos. Tratas de hablar y de tu boca no salen palabras. Te das cuenta de que no emites ningún ruido. Escuchas a Edgar decir que te ama. Quieres decirle que también pero no puedes. Una especie de nudo en la garganta te ahoga. Sientes que te asfixias y por más que quieres respirar el nudo te oprime, se hace más intenso, te sofoca. Escuchas un grillo, dos, un concierto de grillos invade la habitación. No te molestas. Te sorprendes como el ruido se hace rumor y desaparece. Miras el reloj al momento en que descubres que no era un grillo si no el timbre. Son las siete, hora de salir al trabajo y tú sin poder moverte.

Dos extraños entran a la habitación. Te entra pudor al saberte desnuda y no puedes hacer nada por evitarlo. Hombres van hacia a ustedes, los separan. Uno de bata blanca se acerca a tus labios, intenta darte aire, tratas de moverte y no puedes. Escuchas tu nombre, es Edgar.

Los hombres fueron cayendo lentamente junto a ustedes, no te diste cuenta en que momento ya estaban a tus pies y otra vez los grillos. Cuando llegaron más rescatistas y los sacaron en camillas escuchaste tu nombre: Emilia.

Te ves rodeada de los hombres de blanco, te cierran los ojos y te cubren. Observas a Edgar que lucha por la vida, escuchas como dice tu nombre. Te culpas de todo. Te desespera saber que él tampoco puede moverse, que has muerto, que fue tu miedo a la oscuridad lo que hizo que el prendiera esa lámpara, lámpara vieja, lámpara de muerte.
Emilia es lo último que dicen los labios de Edgar.





lunes, 5 de marzo de 2018

Historias del Perro


Historias del Perro


Se llamaba Mauricio de los Santos sin embargo todos en el pueblo le decían: el Perro. El lugar donde vivía era pequeño así que gran parte del pueblo lo conocía y, aunque ahora era un joven muy bien educado, le temía.

Mauricio fue un niño inteligente, travieso y alegre. Después de clases jugaba futbol con sus compañeros de quinto y luego caminaba con Rutilo hacia su casa. Le pusieron el perro por una anécdota desgarradora. Al Perro le gustaba coleccionar calcomanías ya fueran de papitas, o de su equipo predilecto. Fue un miércoles por la tarde el día que empezó todo, su afición iba en aumento tenia imágenes de gatos, boxeadores, futbolistas, coches hasta de imágenes históricas. Solo le faltaban las que vendía desde hace días un señor afuera de la escuela, unas bellísimas figuras de colores: estrellas, pelotas, arco iris.  Tenía muchas ganas de tenerlas, intentó vender alguna de sus colecciones a los de quinto, las de piedras redondas a los de tercero, pero nada.
Por fin una mañana, convenció a sus padre de que le dieran dinero, estaba feliz, ya que, además, de alucinantes por sus tonos coloridos tenían aroma. Su madre le dio dinero de mala gana, y el chamaco salió contento de casa rumbo a la escuela.

Al salir de la primaria, en lugar de irse al futbol, compró sus figuritas, las estuvo poniendo en sus cuadernos y rasco unas de ellas para olfatearlas, le gustó la del olor a fresa y estuvo con ella largo tiempo, sus amigos lo llamaron desde lejos, Mauri ya vente a jugar, así que dio una última aspiración a la de fresa y se fue al tradicional tochito.

Sus compañeros de equipo estaban brincando de contentos, en un ratito Mauricio goleaba al equipo contrario, un gol tras otro, algunos de los niños ya ni trataban de impedir los goles puesto que la fuerza con que le pegaba a la pelota o las patadas que tiraba al contrario eran golpes demasiado rudos. Cuando termino el partido, sus compañeros de equipo hasta lo cargaron. Era tal su euforia que este pequeño terminó mojado en un río. De regreso a casa iba platicando con Rutilo de su gran hazaña futbolística cuando se acordó de las calcomanías, se las enseño y respiro su aroma, pero cuando Rutilo quiso olerlas, Mauricio se le fue encima como animal salvaje. Comenzó a morderlo, arrancaba pedazos de carne y seguía luchando contra Rutilo, que no hacía más que defenderse y cubrirse la cara, se había convertido en un salvaje, en alguien desconocido; gritaba que era el mismo diablo y quien lo vió, nunca tuvo duda de ello.

Era un demonio, un perro con rabia, un perro endemoniado. 

Lo demás es historia. Rutilo en el hospital, los niños sorprendidos de tanta ferocidad. La tremenda regañiza de los padres con Mauricio, la expulsión de su escuela, el desprecio de la comunidad, lo inexplicable de su conducta y el temor de los otros niños. 

Desde ese día le dicen el perro. Sólo el Perro sabía que sucedió, sólo él sabe que las calcomanías influyeron en su destino. El Perro sabe ahora, después de tantos años, que esas bellas figuras que tanto anheló, contenían una droga que lo convirtió en un verdadero perro de pelea.

lunes, 19 de febrero de 2018

Historias de Ernestina Roldán.: San Miguel de los sueños por Eernestina Roldan

Historias de Ernestina Roldán.: San Miguel de los sueños por Eernestina Roldan: San Miguel de los sueños   Esa tarde nos consumieron las risas. Nuestro corazón no daba para más, se desquebrajó. Teníamos poco más de...

San Miguel de los sueños por Ernestina Roldan


San Miguel de los sueños

 Por: Ernestina Roldán

Esa tarde nos consumieron las risas. Nuestro corazón no daba para más, se desquebrajó. Teníamos poco más de tres meses de conocernos, Elvia se había convertido en mi mejor amiga, si alguna de las dos no llevaba dinero, la otra disparaba el almuerzo, el cine o los helados.
La preparatoria quedaba cerca de nuestras casas, ninguna hacía más de veinte minutos para estar con su familia. Éramos las más populares, nos invitaban a todas las fiestas, no importaba de qué semestre se tratara, nosotras dábamos sabor a las reuniones. A Elvia le encantaba cambiar de novio, unos eran luchadores, otros Karatecas, soñadores estudiosos que querían ser ingenieros en electrónica, computación, mecánicos. Nunca tuvo un ciclista.

En nuestro salón había un compañero que siempre llegaba tarde, ocurrente  y con un excelente sentido del humor. Nos dio la idea y ayudó a ponerle manteca de cerdo a la banca de una compañera que nos caía mal, a ponerle papeles en el asiento y encenderlos mientras el olor a quemado invadía el salón y ella saltaba con las nalgas ardientes mientras. Junto a él reíamos a carcajadas; sus travesuras nos divertían de lo lindo, pero nunca fuimos grandes amigos porque así como aparecía y se sentaba junto a nosotras, de la misma manera faltaba a cada rato a las clases. A Elvia le gustaba aunque no sabíamos nada de él, solo que hacía enojar a los maestros por su tardanza e inevitablemente lo dejaban entrar y lo trataban con mucho respeto. Eso nos causó siempre curiosidad, pero como nos importaba más que anduviera con Elvia, nunca le preguntamos.

Mi amiga hacía hasta lo imposible para llamar su atención, se ponía flores en la cabeza, venía de falda varios días a la semana y hasta le robó un beso: nada. Nunca la invitó al cine, ni al helado y mucho menos a dar una vuelta los domingos, siempre tenía compromisos.

El compañerito, viajaba mucho, que si a Guadalajara, a Monterrey, a Puebla. La verdad es que yo nunca encontré qué le vio Elvia. Tenía la cara llena de granos, de esos que dejan, con los años, una piel totalmente cacariza. Eso sí, sus piernas eran un roble, largas y curvas, supe que además eran fuertes el día en que pateó a Manuel, el más guapo y fuerte de la prepa, al menos de eso tenía fama. El compañerito era huraño, delgadísimo, de estatura regular, digamos que apenas nos alcanzaba. Nosotras, en sea época, medíamos un metro setenta, éramos seleccionadas del equipo básquetbol de nuestra preparatoria y, aunque yo era malísima para el juego, iba a los partidos en calidad de banca. Los equipos contrarios siempre nos tenían miedo, por grandotas.

Teníamos apenas unos meses en la escuela, cuando llegaron los del grupo de ciclismo a decirnos que Herminio Flores había muerto. Nadie del salón se acordaba de él. Los chicos del pedal nos lo describieron y; aunque no lo recordábamos, decidimos juntar para una corona, acompañarlos a la misa, al velorio y procesión que llevaría al féretro al lugar dónde descansan los muertos.

Los camiones esperaban afuera de la preparatoria, Elvia y yo no nos decidíamos a ir, teníamos que practicar básquet, hacer la tarea, ir a nuestras casas a ver la tele, —ni lo conocemos. Decíamos.

Al fin, cuando nos llamaron los compañeros, decidimos ir, así que corrimos al camión para alcanzar lugar. Recuerdo que todos cuchicheábamos, como guardando respeto por la muerte, nos impactaba que hubiera sido nuestro compañero y no lo recordáramos.

Nos contaron en el camino que era un excelente ciclista, seleccionado nacional, serio, responsable, puntual, y sobre todo muy buen amigo, preguntamos por una foto pero nadie tenía ninguna.

El trayecto fue largo, íbamos hasta un pueblo llamado San Miguel de los Sueños, había mucho tráfico, muchos muchísimos ciclistas. Como habían pasado más de dos horas nos entretuvimos contando a los hombres de la licra negra,  había más de cien, montados en sus aparatos de dos ruedas.  

Llegamos a dónde lo estaban velando, nos repartieron refrescos, había muchas mesas para comer, arroz, mole y carnitas, nadie, al menos de nuestros compañeros, teníamos hambre. Estábamos conmovidos y sentíamos la tristeza de los familiares como nuestra, apenas y hablábamos. Eso si, aceptamos el refresco pues hacía mucho calor.

No sé si fue un acto inocente o la curiosidad de saber cuál compañero era, lo cierto es que cuando nos dimos cuenta estábamos en la fila para ver el rostro del finado.

Me sudaban las manos, sentía un hueco enorme en el estómago, era como no haber comido cinco días, estaba nerviosa, supongo que a Elvia le pasaba lo mismo porque cuando llegamos frente a la caja, me miró con ojos de risa.

Al verlo y después de la mirada de Elvia me dieron muchas ganas de reír, trate de mantener la calma, respiré profundo, una, dos veces. Evite volverme a encontrar con los ojos de Elvia, estaba a punto de soltar la carcajada, era él, el que llegaba tarde, el viajero, el que faltaba y los nervios me dieron risa y estallé junto con Elvia en una risa nerviosa que no paraba, nos tapamos la cara con las manos para que pareciera llanto, eran risas de llanto las nuestras, intentamos correr, caminamos entre la gente muy rápido, muy avergonzadas, luego corrimos hasta llegar al camión y no paramos de reír y luego llorar, hasta después de mucho tiempo, al menos me pareció inmenso. Elvia se bajo del camión y yo me quedé mirando pasar el tiempo. La tarde se iba, el cielo se puso rojo de otoño, me pareció ver al ciclista diciéndome adiós. Me bajé del camión en busca de mis compañeros. Regresamos a la preparatoria en silencio, alguien me llevó un taco de arroz, me lo comí para ver si se llenaba mi hueco.

Por la noche, en casa, la noticia salió en televisión, preferí no comentar nada, cené y cené, me dispuse a dormir, aún con el rojo de la tarde sobre mi mente, aún con el olor a muerte. No recuerdo los demás sucesos. Elvia y yo nunca volvimos a hablar del asunto, pudor, miedo a reírnos, a llorar, no lo sé.


domingo, 4 de febrero de 2018

Sin hacer ruido por Ernestina Roldán


 

Me dio mucho gusto volver a verla, su primer matrimonio había sido un verdadero fracaso. Es cierto, Marcela amaba a Vinicio, también lo es, que hicieron el intento de seguir juntos por las dos bebés que tenían, es más, toda la cuadra se enteró que los martes era su cita con el psicólogo. También era de conocimiento público que no pasaba noche en que sus gritos se elevaran al grado de querer correrlos del vecindario.
Una tarde en que la lluvia amenazaba, vimos como Vinicio se alejaba, solo, sin sus pequeñas hijas y con los años supimos que nunca regresó, le valieron un cacahuate sus hijas. También fuimos testigos de que Marcela dedicaba sus tiempos libres a los hombres, hasta que conoció a Raúl. El señor se veía amable, saludaba con cortesía inusitada y le llevaba flores, era evidente que terminarían viviendo juntos, incluso; se llegó a nombrar la palabra matrimonio.
Marcela no le hablaba a nadie de la cuadra, sólo a mí, así que estaba enterada de sus deudas, de su desazón cuando buscó a Vinicio y lo encontró con otra, de sus temores nocturnos, de sus amantes. Las idas por tortilla, los cumpleaños de las nenas, la tirada de la basura y la confianza que nos fuimos teniendo nos unieron mucho, hasta que llegó Raúl.
Con su arribo a nuestras vidas cambiaron muchas cosas, se acabaron las idas al parque por ejemplo; era indudable que eran el uno para el otro. Muy pronto se irían a vivir a Canadá, iniciarían una nueva vida llena de ilusiones, yo me quedaría sin amiga y a ver la televisión sola, tal y como estoy ahora. Lo que más me dolía era que me había encariñado con las niñas. Adi, de cuatro y Marce, de cinco años. Cuando Marcela se iba a disfrutar de sus aventuras, yo las cuidaba, y con Raúl sus citas eran por la tarde, así que yo revisaba las tareas de preescolar y las llevaba al ballet. Eran como mis propias hijas.
La relación de noviazgo duró poco. Marcela llegó una tarde a pedirme que me quedara a dormir con las nenas, ella iría por primera vez al departamento de Raúl. Ella estaba nerviosa, él le había preparado una gran cena, esa noche decidirían el día de la boda, por eso se arregló con un vestido e incluso compró ropa interior para la gran noche.
La gran noche terminó en catástrofe, ella llegó con el rostro absolutamente blanco, con el maquillaje corrido, sin medias. Se notaba que había llorado y contenía las lágrimas. Recogió a sus hijas que dormían plácidamente. Las despertó sin miramientos, casi a gritos. Sin entender que estaba pasando, traté de que las dejara dormir, que fuera por ellas al día siguiente. Ella estaba fuera de foco, fuera del mundo, sus ojos parecían inyectados de dolor, droga, miedo. Se las llevó sin miramientos, se fue sin despedirse.
Después me enteré, que detrás la amabilidad de ese hombre, se escondía su predilección por juguetes sexuales, máscaras, argollas, cadenas; por el sufrimiento y la carne joven. Marcela se horrorizó al ver tapizada la casa con fotografías eróticas, y casi grita cuando advirtió el fuete en la recámara; entonces vio Raúl con cara de demonio, de enfermo. Por eso, esa misma noche se fue con sus hijas pal otro lado, sin decirle a nadie, sin hacer ruido.
En años, no volví a vela, hasta hoy que me lo contó, cuando por casualidad la reconocí en un supermercado.


lunes, 1 de enero de 2018

El guitarrista

El guitarristaHistorias cotidianas de Ernestina Roldán
 

Para Valeria

Lucero se había enamorado de él a primera vista, su cabello ensortijado que parecía más bien un cruce de riachuelos, su manera de hablar y sobre todo su enorme sonrisa la habían dejado boquiabierta desde que lo vio.
Esa noche, en un restaurant de comida típica en el centro de la ciudad, Marcelo tocaba la guitarra animando la fiesta, estaban de moda los tequilas, y mientras se iba vaciando la botella él seducía a su audiencia con su voz, tocaba las clásicas canciones que escuchamos en los peseros o cuando vamos a la prepa, “Morir de amor”, “Gema”, “Amor eterno”, pero cuando comenzó a cantar el reloj Lucero se sintió transportada a otro sitio, escuchaba la voz de Marcelo cantándole al oído, sus miradas se cruzaban, supo que esa canción se la estaba cantando a ella, de pronto sus pies de toparon los de él debajo de la mesa, cada roce de pies era un estremecimiento, él entendió el juego y comenzó a jugar con sus pies, la miraba de reojo, le sonreía mientras decía “no marques las horas”. Lucero enloquecía mientras  pasaba la canción y el tiempo, siguieron disfrutando la tarde hasta que llegó la hora de otro tequila, no faltó quien disparó la botella y comenzaron los mopets, Marcelo seguía tocando la guitarra y los pies de Lucero.  Ella volaba imaginando el amor.
No quiso irse con él por lo del río, sus amigas le contaron que hacía unos días apareció cerca de una cascada el cuerpo de una joven, que la habían golpeado hasta matarla y  luego la descuartizaron, le recordó la historia del Canibal, ese de la ciudad de México que operaba en Santa María la Ribera y seducía a sus víctimas con versos, se imaginó a  Marcelo diciéndole versos al oído y quitó su pie de abajo de la mesa.
Miró a su amiga, para decirle que se fueran, que era tarde, quería contarle la historia del río, quería estar a salvo pero todos estaban sumidos en los boleros que habían cambado de tono la fiesta a la melancolía el Flaco de oro se hacía presenta con rolas como “Noche de ronda” o “Solamente una vez”, Lucero quería irse pero la voz de Marcelo la retenía como un imán. El tequila se le había metido hasta los poros de su piel, sentía que todo se había puesto triste, su amiga no quería irse, de  hecho cuando fue al baño le pareció que intercambiaba miradas con Marcelo, se puso celosa, los tequilas hacían estrago en su cabeza, decidió irse cuando vio como Marcelo pasaba el brazo por el cabello de su amiga, se despedía sin más, su amiga dijo que se quedaba otro rato, ella salió, estaba molesta y un mucho pasada de copas, subió a su vochito, Marcelo decidió acompañarla, de hecho casi se aventó al cofre para  que ella no se fuera en ese estado, tomó su lugar manejó hasta  su casa, bajaron, ella lo besaba, él la metió a bañar. La durmió. Ella despertó feliz, sabiéndose querida por Marcelo, quien como todo un caballero no se había propasado a pesar de su estado, su amiga no había llegado en toda la noche, había un recado sobre la mesa donde Marcelo se despedía, prendió el radio, escuchó la historia de la mujer que planchaba horas y horas con una cadena al cuello. Lucero se santiguó pensando en la esclavitud. Cuando llegó su amiga comenzaron los problemas, un anillo, dinero y hasta un libro habían desaparecido de la casa, su amiga pensó que fue una venganza por haber coqueteado con Marcelo y se fue sin decir adiós. Lucero sabía que no, que era precisamente él y su cabello serpiente el ladrón, además de las cosas, había robado y descuartizado, su corazón.