domingo, 4 de febrero de 2018

Sin hacer ruido por Ernestina Roldán


 

Me dio mucho gusto volver a verla, su primer matrimonio había sido un verdadero fracaso. Es cierto, Marcela amaba a Vinicio, también lo es, que hicieron el intento de seguir juntos por las dos bebés que tenían, es más, toda la cuadra se enteró que los martes era su cita con el psicólogo. También era de conocimiento público que no pasaba noche en que sus gritos se elevaran al grado de querer correrlos del vecindario.
Una tarde en que la lluvia amenazaba, vimos como Vinicio se alejaba, solo, sin sus pequeñas hijas y con los años supimos que nunca regresó, le valieron un cacahuate sus hijas. También fuimos testigos de que Marcela dedicaba sus tiempos libres a los hombres, hasta que conoció a Raúl. El señor se veía amable, saludaba con cortesía inusitada y le llevaba flores, era evidente que terminarían viviendo juntos, incluso; se llegó a nombrar la palabra matrimonio.
Marcela no le hablaba a nadie de la cuadra, sólo a mí, así que estaba enterada de sus deudas, de su desazón cuando buscó a Vinicio y lo encontró con otra, de sus temores nocturnos, de sus amantes. Las idas por tortilla, los cumpleaños de las nenas, la tirada de la basura y la confianza que nos fuimos teniendo nos unieron mucho, hasta que llegó Raúl.
Con su arribo a nuestras vidas cambiaron muchas cosas, se acabaron las idas al parque por ejemplo; era indudable que eran el uno para el otro. Muy pronto se irían a vivir a Canadá, iniciarían una nueva vida llena de ilusiones, yo me quedaría sin amiga y a ver la televisión sola, tal y como estoy ahora. Lo que más me dolía era que me había encariñado con las niñas. Adi, de cuatro y Marce, de cinco años. Cuando Marcela se iba a disfrutar de sus aventuras, yo las cuidaba, y con Raúl sus citas eran por la tarde, así que yo revisaba las tareas de preescolar y las llevaba al ballet. Eran como mis propias hijas.
La relación de noviazgo duró poco. Marcela llegó una tarde a pedirme que me quedara a dormir con las nenas, ella iría por primera vez al departamento de Raúl. Ella estaba nerviosa, él le había preparado una gran cena, esa noche decidirían el día de la boda, por eso se arregló con un vestido e incluso compró ropa interior para la gran noche.
La gran noche terminó en catástrofe, ella llegó con el rostro absolutamente blanco, con el maquillaje corrido, sin medias. Se notaba que había llorado y contenía las lágrimas. Recogió a sus hijas que dormían plácidamente. Las despertó sin miramientos, casi a gritos. Sin entender que estaba pasando, traté de que las dejara dormir, que fuera por ellas al día siguiente. Ella estaba fuera de foco, fuera del mundo, sus ojos parecían inyectados de dolor, droga, miedo. Se las llevó sin miramientos, se fue sin despedirse.
Después me enteré, que detrás la amabilidad de ese hombre, se escondía su predilección por juguetes sexuales, máscaras, argollas, cadenas; por el sufrimiento y la carne joven. Marcela se horrorizó al ver tapizada la casa con fotografías eróticas, y casi grita cuando advirtió el fuete en la recámara; entonces vio Raúl con cara de demonio, de enfermo. Por eso, esa misma noche se fue con sus hijas pal otro lado, sin decirle a nadie, sin hacer ruido.
En años, no volví a vela, hasta hoy que me lo contó, cuando por casualidad la reconocí en un supermercado.


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