lunes, 19 de febrero de 2018

San Miguel de los sueños por Ernestina Roldan


San Miguel de los sueños

 Por: Ernestina Roldán

Esa tarde nos consumieron las risas. Nuestro corazón no daba para más, se desquebrajó. Teníamos poco más de tres meses de conocernos, Elvia se había convertido en mi mejor amiga, si alguna de las dos no llevaba dinero, la otra disparaba el almuerzo, el cine o los helados.
La preparatoria quedaba cerca de nuestras casas, ninguna hacía más de veinte minutos para estar con su familia. Éramos las más populares, nos invitaban a todas las fiestas, no importaba de qué semestre se tratara, nosotras dábamos sabor a las reuniones. A Elvia le encantaba cambiar de novio, unos eran luchadores, otros Karatecas, soñadores estudiosos que querían ser ingenieros en electrónica, computación, mecánicos. Nunca tuvo un ciclista.

En nuestro salón había un compañero que siempre llegaba tarde, ocurrente  y con un excelente sentido del humor. Nos dio la idea y ayudó a ponerle manteca de cerdo a la banca de una compañera que nos caía mal, a ponerle papeles en el asiento y encenderlos mientras el olor a quemado invadía el salón y ella saltaba con las nalgas ardientes mientras. Junto a él reíamos a carcajadas; sus travesuras nos divertían de lo lindo, pero nunca fuimos grandes amigos porque así como aparecía y se sentaba junto a nosotras, de la misma manera faltaba a cada rato a las clases. A Elvia le gustaba aunque no sabíamos nada de él, solo que hacía enojar a los maestros por su tardanza e inevitablemente lo dejaban entrar y lo trataban con mucho respeto. Eso nos causó siempre curiosidad, pero como nos importaba más que anduviera con Elvia, nunca le preguntamos.

Mi amiga hacía hasta lo imposible para llamar su atención, se ponía flores en la cabeza, venía de falda varios días a la semana y hasta le robó un beso: nada. Nunca la invitó al cine, ni al helado y mucho menos a dar una vuelta los domingos, siempre tenía compromisos.

El compañerito, viajaba mucho, que si a Guadalajara, a Monterrey, a Puebla. La verdad es que yo nunca encontré qué le vio Elvia. Tenía la cara llena de granos, de esos que dejan, con los años, una piel totalmente cacariza. Eso sí, sus piernas eran un roble, largas y curvas, supe que además eran fuertes el día en que pateó a Manuel, el más guapo y fuerte de la prepa, al menos de eso tenía fama. El compañerito era huraño, delgadísimo, de estatura regular, digamos que apenas nos alcanzaba. Nosotras, en sea época, medíamos un metro setenta, éramos seleccionadas del equipo básquetbol de nuestra preparatoria y, aunque yo era malísima para el juego, iba a los partidos en calidad de banca. Los equipos contrarios siempre nos tenían miedo, por grandotas.

Teníamos apenas unos meses en la escuela, cuando llegaron los del grupo de ciclismo a decirnos que Herminio Flores había muerto. Nadie del salón se acordaba de él. Los chicos del pedal nos lo describieron y; aunque no lo recordábamos, decidimos juntar para una corona, acompañarlos a la misa, al velorio y procesión que llevaría al féretro al lugar dónde descansan los muertos.

Los camiones esperaban afuera de la preparatoria, Elvia y yo no nos decidíamos a ir, teníamos que practicar básquet, hacer la tarea, ir a nuestras casas a ver la tele, —ni lo conocemos. Decíamos.

Al fin, cuando nos llamaron los compañeros, decidimos ir, así que corrimos al camión para alcanzar lugar. Recuerdo que todos cuchicheábamos, como guardando respeto por la muerte, nos impactaba que hubiera sido nuestro compañero y no lo recordáramos.

Nos contaron en el camino que era un excelente ciclista, seleccionado nacional, serio, responsable, puntual, y sobre todo muy buen amigo, preguntamos por una foto pero nadie tenía ninguna.

El trayecto fue largo, íbamos hasta un pueblo llamado San Miguel de los Sueños, había mucho tráfico, muchos muchísimos ciclistas. Como habían pasado más de dos horas nos entretuvimos contando a los hombres de la licra negra,  había más de cien, montados en sus aparatos de dos ruedas.  

Llegamos a dónde lo estaban velando, nos repartieron refrescos, había muchas mesas para comer, arroz, mole y carnitas, nadie, al menos de nuestros compañeros, teníamos hambre. Estábamos conmovidos y sentíamos la tristeza de los familiares como nuestra, apenas y hablábamos. Eso si, aceptamos el refresco pues hacía mucho calor.

No sé si fue un acto inocente o la curiosidad de saber cuál compañero era, lo cierto es que cuando nos dimos cuenta estábamos en la fila para ver el rostro del finado.

Me sudaban las manos, sentía un hueco enorme en el estómago, era como no haber comido cinco días, estaba nerviosa, supongo que a Elvia le pasaba lo mismo porque cuando llegamos frente a la caja, me miró con ojos de risa.

Al verlo y después de la mirada de Elvia me dieron muchas ganas de reír, trate de mantener la calma, respiré profundo, una, dos veces. Evite volverme a encontrar con los ojos de Elvia, estaba a punto de soltar la carcajada, era él, el que llegaba tarde, el viajero, el que faltaba y los nervios me dieron risa y estallé junto con Elvia en una risa nerviosa que no paraba, nos tapamos la cara con las manos para que pareciera llanto, eran risas de llanto las nuestras, intentamos correr, caminamos entre la gente muy rápido, muy avergonzadas, luego corrimos hasta llegar al camión y no paramos de reír y luego llorar, hasta después de mucho tiempo, al menos me pareció inmenso. Elvia se bajo del camión y yo me quedé mirando pasar el tiempo. La tarde se iba, el cielo se puso rojo de otoño, me pareció ver al ciclista diciéndome adiós. Me bajé del camión en busca de mis compañeros. Regresamos a la preparatoria en silencio, alguien me llevó un taco de arroz, me lo comí para ver si se llenaba mi hueco.

Por la noche, en casa, la noticia salió en televisión, preferí no comentar nada, cené y cené, me dispuse a dormir, aún con el rojo de la tarde sobre mi mente, aún con el olor a muerte. No recuerdo los demás sucesos. Elvia y yo nunca volvimos a hablar del asunto, pudor, miedo a reírnos, a llorar, no lo sé.


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