¿Alguien quiere conocerme?
Saben, ayer en la noche me encontré con
don Eusebio cuando cerraba la farmacia, no platicamos mucho porque yo quería
llegar a mi casa para ver la tele con Natalia y los niños; además venía muy
cansado del trabajo en la fábrica y pensando si lo de la huelga valía la pena.
Caminaba de prisa cuándo la vi, era terriblemente hermosa. No pude resistir su
magia y comencé a seguirla, desapareció abruptamente dejando una nota que decía:
“¿Acaso quieres conocerme? Te invito a cenar. Camina toda la Juárez y en Cuauhtémoc
dobla a la derecha. Te estaré esperando”.
Seré sincero, en ese momento se me
olvidó el cansancio y la televisión, mi paso se apresuró al encuentro. No miré
el reloj, las calles estaba cada vez más solas y la luna como bola de fuego me
observaba.
Mi curiosidad se hacía más grande a
cada paso. Cuando llegué a Cuauhtémoc miré su sombra en la esquina, me llamó,
fui a su encuentro. Había dejado en el piso una seña: “Si deseas conocerme
camina dos calles, dobla a la derecha y en un bar llamado La escondida
preguntas por Pepe. Él te dirá mi dirección. Así lo hice. En el lugar se
encontraban puros borrachos, cuando pregunté por aquel hombre todos callaron,
me miraron con recelo y alguien, de no muy buen aspecto, se acercó y me dijo: —La
princesa quiere verlo, avance siete cuadras y dé vuelta en el callejón, siga
entonces dos calles y en el barandal encontrará un recado.
En el barandal de madera una hoja
decía: “Señor Alberto, si ha llegado hasta aquí, supongo que acepta usted mi
invitación a cenar. Camine zigzagueando de izquierda a derecha hasta topar con
pared. Lo estoy esperando. Con respeto, La princesa”.
Para ser franco, en esos momentos me
dio un miedo terrible. Me sentí contrariado, ridículo. La belleza de la
princesa me tenía totalmente hipnotizado. Había caminado muchas calles y ella
se divertía a mis costillas jugando al escondite. Además seguramente mis hijos y Natalia
familia estarían preocupados, miré el reloj instintivamente, se paró a las 10:13,
ahora no tenía ni conciencia del tiempo. Estuve a punto de desistir de la cena.
Di media vuelta y escuché su voz —Alberto ¿Quieres conocerme? Sígueme.
Con mil preguntas en la cabeza
continúe caminando en la forma indicada. Me preguntaba por qué sabía mi nombre,
qué le interesaba de mí, a dónde me conducía. Llegué, y al topar con la pared unas letras luminosas decían: “Te necesito.
Ve hacia la derecha, ahí te espero”.
Estaba perdido, había caminado tanto
que no sabía el lugar donde me encontraba. La obscuridad de la noche era densa.
Las nubes de junio habían tapado con su manto la brillantez de la luna. Me
encontraba en un barrio desconocido, nadie en la calle, sólo los recados que me
llevaban a perderme cada vez más y sin la voluntad para desistir de conocerla.
Además, me necesitaba. ¿Para qué? La curiosidad y el morbo se acrecentaban con
los recados, mis pasos se apresuraban a su encuentro.
Las calles pavimentadas dejaron de
existir, caminaba en terracería, a la derecha unas calles a la izquierda en otras.
No había luz y un aroma pestilente comenzó a provocarme nauseas, un olor a baño
público y huevo podrido llenaba el lugar, las casas estaban ahora más separadas
y hechas de cartón. Imagino que me encontraba fuera de la ciudad. La princesa
me conducía con delicadeza y acrecentando mi curiosidad a, lo que supuse, era
su hogar.
Luego se acabaron las calles, las
casas; todo era un terreno baldío. Estaba asustado. Pensé en la posibilidad de
un asalto, pero si me querían robar no era necesario llevarme hasta donde había
llegado; lo hubieran hecho en el callejón, en la pared luminosa, cuando dejó de
haber luz. No, no era un asalto. Entonces por qué me llevaba tan lejos. Me
preguntaba esto cuando entré por el puente, el olor a caño viejo se hizo más
intenso. Caminé por un túnel o cueva totalmente obscura. Su voz me hizo pegar
un grito. Se escuchaba diferente, rasposa y vieja, pero estaba seguro que era
la misma voz seductora que había escuchado antes:
—Alberto sigue por todo el corredor y
no temas, la cena está lista.
Así lo hice, me encontré con un
espacio enorme donde unos trozos de madera simulaban una mesa y una piedra
servía de banco. El lugar estaba iluminado por una especie de antorchas
desconocidas para mí, que daban una luz grisácea. En la mesa, por llamarle de
algún modo, había un gran pedazo de carne, un montón de maíz, pan duro, trigo y
otros granos que no recuerdo; también había un vino tinto y un vaso de cristal.
El espectáculo era realmente aterrador. Di media vuelta para salir huyendo
cuando su voz me detuvo.
—Alberto, siéntate, eres mi invitado a
cenar, sírvete vino y come lo que desees de la mesa. Esta es tu casa.
Me molestó su actitud, me había
invitado a cenar con ella y ahora quería que cenara solo, después de haber
caminado infinidad de calles. Su voz había cambiado y ahora tenía unos deseos
inmensos de verla. Recuerdo que le dije: —Princesa, ¿me has traído hasta aquí
para dejarme comer solo? Deseo verte, platicar contigo. Ella soltó una
carcajada que retumbó en mis oídos un buen rato.
—En el momento en que me mires dejarás
de desearme, en realidad te he invitado para platicar, deseo saber más de ti,
de tus gentes.
Le respondí que platicaríamos todo lo
que quisiera con la condición de que se presentara ante mí. La imaginaba
realmente hermosa, aunque solo fuera su voz y esos ojos enigmáticos, ascuas que
me transportaban a un lugar lleno de diosas. Quería tocarla, saber su aroma, su
color de piel.
Cuando la vi estuve a punto de caer
desfallecido, sus enormes ojos me miraban fijos, creo que eran intensamente
rojos, me perdí totalmente en ellos, medía como tres veces lo que yo mido de
estatura y era gorda, llena de pelos en todo el cuerpo. Era realmente hermosa,
sus patas o manos terminaban en uñas encorvadas, sus orejas substancialmente
chiquitas con el resto de su cuerpo. Sus blancos dientes parecían dos hileras
de colmillos humanos. No vi donde terminaba su cola perdida en el túnel de
donde salió. Al ver todo esto, imagínense como estaba, asustado, maldecía el
momento en que me atrapó. Estaba seguro de que yo sería su cena predilecta. La
miraba fijamente, temeroso de que notara mi nerviosismo. Ella comenzó a hablar
mientras yo planeaba el momento para escapar y regresar a casa.
—Te he elegido a ti para hablar
por ser un poco más humano que los de tu raza. He venido observando tu conducta desde hace algunos años. Todo
lo hemos planeado cuidadosamente los de mi raza. Esta raza que ha sido
maltratada y asesinada por la tuya. Estamos hartas de ser perseguidas. La única
diferencia entre nosotros es que su desarrollo es diferente. Están más
avanzados en su perfeccionamiento, si estuviéramos igual, nosotros sembraríamos
nuestra propia comida, nos evitaríamos tener que asaltar los graneros. Y por
supuesto no andaríamos mendigando en los basureros de las casas. Te hemos
escogido a ti para que les digas a los humanos que estamos desesperados por
tanta crueldad, diariamente mueren muchísimos hermanos míos, aplastados,
envenenados. Nosotros no les hacemos ningún daño.
Yo
estaba completamente asombrado con sus palabras, no sabía que responder. Tenía
miedo a ser atacado pues su vos se tensaba y enojaba rotundamente entre más
hablaba. Luego me miró con una tristeza profunda diciendo:
—Somos
una raza de paz, entre nosotros no nos maltratamos ni hacemos daño, con la
masacre diaria de ustedes tenemos suficiente. No entendemos su actitud. La
nuestra es de sobrevivencia, tenemos que comer algo y unos granos de los que
ustedes desperdician son nuestro alimento. ¿Por qué nos odian tanto?
Nunca
pude responderle nada, salí de la cueva y regresé a casa como si conociera el
camino, nadie creería lo que me sucedió, nadie. He tratado de regresar a la
cueva pero siempre me pierdo. Seguramente tú tampoco me crees, pero si alguna
de estas noches encuentras una invitación a cenar acéptala o es que acaso ¿no
quieres conocerla?
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