Ante el espejo
Ernestina Roldán
Para Héctor hoy, aunque era su
cumpleaños, tampoco era su día. Desde hacía meses nada le salía bien, muchas
veces se encontraba irritado, enojado con cada una de las cosas que realizaba,
los vecinos insoportables, el perro que no dejaba de ladrar y no lo dejaba
dormir, la agencia, la casa, la soledad.
Esta mañana, todo era más raro, más
frío, no entendía nada. El perro ladró más que de costumbre cuando pasó por su
casa. En el trabajo nadie respondió a sus saludos, bola de mal educados, se
dijo. Molesto por la actitud indiferente de sus compañeros entró a su oficina y
se aseguró de no subir las persianas. Estaba cansado y arrastraba los pies,
encontró su escritorio hecho un desorden, no recordaba haber sacado sus cosas
de los cajones. Se recostó un poco en el sillón reclinable, se sentía flotar,
veía a sus compañeros alborotados, juntando dinero, pensó que era otra de sus
manías por hacer fiestas, que si la coperacha para el pastel, o para los tacos
o el pozole, dependiendo de la fecha, los vio y los detestó como el primer día
en que puso sus pies en la agencia.
El sopor de las diez de la mañana le
hizo su presa, se quedó dormido. Al despertar se dio cuenta de la presencia de
la secretaria, era bella, quiso saludarla pero su boca era un nudo, ella no
pareció darse cuenta de la presencia de Héctor, sonreía sin prestarle atención
y después de recorrer con la mirada el librero de la izquierda, y llevarse unos
documentos, salió de la oficina. Héctor, con cara mal humor decidió irse a
casa, sus pies acero, hacían juego con su piel hoy especialmente blanca. Cada
paso era más lento, inseguro, más torpe que el anterior.
Llegó a su casa, todo estaba hecho un
desorden, por rutina movió el brazo como aventando su portafolio hacia el
sillón, olía a comida echada a perder, fue a la cocina pero no había
desperdicios por ningún lado, pensó que se había metido un animal, o la
pestilencia de una casa contigua.
Agobiado, fue al comedor, se sentó
frente a su botella, su respiración parecía haber desaparecido, se agarró la
cabeza y jalo su cabello, estaba sin hallarse como dicen en los pueblos, los
nervios le arrancaban todo gesto con miras de sonrisa, le invadieron el rostro
con senderos que parecían de anciano. Un escalofrío recorrió sus brazos, le
erizó la piel: Hizo el gesto de servirse un trago, abrió la carta que estaba
sobre la mesa, cada renglón era un camino, un gesto marcando su rostro, la
memoria llegaba de súbito, lo hacía verse aún más pálido, amarillo, tirándole
al azul.
Héctor recordó cada frase, una le
dictaba la siguiente y la siguiente, miró la botella, el vaso vació, recordó el
momento de su último trago. Su rostro se desencajó, cada arruga en su frente
pareció agrandarse. Alterado por sus recuerdos, comenzó a reírse nervioso, su
risa, rompió en carcajada estruendosa, cuando se miró, como en un espejo,
tendido en el suelo.
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