sábado, 18 de abril de 2015

Fantasmas en la Federal

Historias Cotidianas
Fantasmas en la Federal
Ernestina Roldán

Foto de Adán Echeverría
El otro día en una reunión de grafiteros conocí a Rey, tiene la tez morena, de un moreno que únicamente se da por estas tierras, sin el arete de caracol marino y sin piercing de la nariz hubiera pasado por un chico cualquiera de veintitantos años, pero sus perforaciones y tatuajes, o llamaban la atención o provocaban rechazo, no importaba la edad o condición social, la gente es así acepta o no las novedades y más cuando se trata del cuerpo humano. Es que pareciera que la agresión realizada en el cuerpo del otro nos afecta y aunque físicamente no hay dolor para los que miramos siempre hay un morbo, un estremecimiento; o por saber si le dolió o por saber si realmente le gusta lucir así. No, no me refiero a un arete de más, a uno coqueto, si no a que muchos de los que gustan de esto son adictos, al sudor, a la adrenalina, al dolor. Rey me desmitificó el asunto, duele pero no mucho, me dijo.
Mi nuevo amigo había pintado varios grafitis y era jurado de unos botes de basura que habían sido grafiteados por jóvenes entusiastas. Esa mañana coincidimos en el aún frío del invierno, me cayó bien su sueño de pintar el mundo color paz, me platicó de sus grafitis y me acordé de unos señores de Monterey que según dicen llevan años pintando poemas en las paredes, de la amiga de mi mamá, una tal Moon, que en los años ochenta pintaba grafitis en las calles de la ciudad de México en busca de la paz en la Guerra del Golfo, de unos alemanes que según las fotografías mientras iban derribando el muro de Berlín iban pintando un enorme grafiti en su memoria. Lo cierto es que Rey no me daba miedo para nada, me cayó tan bien que lo invité a mi fiesta de cumpleaños, para mi sorpresa llegó con sus papás, entonces sí supe lo que es el miedo.
La adrenalina que causa pintar grafitis para un concurso de botes de basura es básicamente muy poca comparada con la emoción que causa pintar las paredes en la noche, mientras los otros duermen y tú, envalentonado, vas y escribes un corazón enorme seguido de la letra K. Sientes como se te sube el corazón cuando ves aparecer las luces de un choche que está a punto de alumbrarte a ti y descubrirte, te logras confundir entre las sombras, respiras profundo cuando te das cuenta que no era la tira. Normalmente te das valor porque andas con tus amigos, sí esos que tu mamá detesta, que tu hermano reprueba y que nadie soporta en la familia, pero tú sí porque son, según dices tus hermanos. Pero ese terror que sólo imaginas y no conoces porque nunca has pintado ni poemas, ni grafitis en tu ciudad, es seguro más pequeño que el que sentí cuando el papá de mi amigo comenzó a contarme la historia de los fantasmas.
Había escuchado que en la Loma se escucha todas las noches a la llorona, algunos dicen que lo que escuchamos son los lamentos nocturnos de una mujer encerrada que parece aullar por sus hijos, pero esta noche, después de apagar las velas de mi pastel supe la terrible noticia de los muertos que deambulan en la secundaria, el papá de Rey tiene años de ser el velador, dice que después de las once se encierra en su pequeño cuartito y pone música a todo volumen porque es aterrador el sonido que emana de las alcantarillas, el olor putrefacto inunda el lugar y a pesar de sellar su guarida todas las noches, el aroma se expande hacia dentro y el sonido aterrador de las cadenas y los lamentos son insoportables. Dice que ya mero se jubila pero le da miedo hacerlo porque ha visto pasar más de diez veladores que inician su rutina y terminan huyendo. Lo peor, nunca más se sabe de ellos.

El señor cuenta que de las alcantarillas salen hombrecitos deformados que comienzan a desplazarse por los patios con su olor putrefacto que se comen todo lo que se mueve hormigas, cucarachas, ratones y que sus ojos paralizan a cualquiera. Dice hace mucho, cuando era joven y aceptó ese trabajo, sintió como los ojos de uno de ellos lo atravesó y lo dejo inmóvil, su cara cambió y se hizo dura, supo entonces que no debía hablar de ellos, tenía que callar, cerrar la puerta de lo que llama su guarida, aguantar el olor putrefacto hasta que, a eso de las dos de la mañana se disipan y vigilar entonces la verdadera maldad, la de los vivos, la de las ratas que de vez en cuando entran a robar como si supieran la hora en que se van los fantasmas. A Rey le empieza aganar el sueño, ha escuchado cien veces la misma historia.  El señor sigue: esos son peores señorita los vivos los que andan con la maldad en este mundo y no más allá por esos espantan, atraviesan con sus miradas y te da un escalofrió que te deja helado, pero los otros los vivos no grafitean la escuela,  ni la espalda, esos te dejan bien frío listo para las velitas, no de pastel señorita, si no las del velatorio y los rosarios.

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